Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Como esperando abril


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Durante buena parte del año, es noche cerrada cuando salgo de casa para ir a trabajar. Y sigue igualmente oscuro cuando llego a mi lugar de trabajo.



Durante buena parte del año, los árboles están pelados y todo parece seco.

Pero hay otra época, silenciosa y progresiva, en que de repente la noche es menos noche y la luz se va colando mientras llego a trabajar a lo largo de la hora que tengo de desplazamiento. Casi a la vez, suavemente, algunos árboles van retoñando a los lados de la carretera. Y un día, pareciera que de repente, el amanecer me pilla de camino y unas florecillas rosadas y algunas blancas salpican el aire y la mirada. Son algunos almendros y muchos de esos cerezos salvajes, prunos y puede que hasta algún jazmín.

Digo que pareciera de repente porque no sabría decir cuándo se dio el cambio o cuándo lo vi yo. Lo que es seguro es que no florecieron en un instante. Lo llevaban haciendo meses, aunque no lo veíamos. Estaban floreciendo por dentro. ‘Como esperando abril’, que cantaba Silvio Rodríguez.

Estas pequeñas flores tan menudas y bellas como frágiles son más que un anuncio de la primavera. Son también una promesa cumplida. Es constatar, año tras año, que donde aparentemente no había nada, vuelve a florecer. Es el anuncio fiel de que, a pesar del frío y la oscuridad, va a volver la primavera y la luz y el sol. Y la tierra responde y florece y se abre y huele a vida.

La primavera, fugaz

También nos avisan de que la primavera es tan fugaz como el invierno. Que de nuevo se van a perder esas flores y el verdor del campo. Y así, una y otra vez. Como una pascua continua en la creación y en cada uno de nosotros. Como un continuo morir y vivir de nuevo.

Me gusta pensar que también así somos nosotros: inviernos que de nuevos florecen, veranos de sol que dan paso al descanso silencioso del otoño. Como un almendro o un cerezo o incluso un jazmín. Quizá no siempre como uno querría ni en el lugar y el tiempo deseado. Pero florecemos. Y estaremos vivos de nuevo, tanto como lo estamos cuando no se ven flores ni frutos y todo parece más oscuro y seco que unos pocos meses antes.

Es la Pascua de la vida. Es el continuo vivir pascual que ahora, un año más, se hace carne en la Pascua del Viviente por excelencia. El que supo vivir tan bien y con tanta intensidad que supo también morir. Y Dios lo resucitó. Es Jesús, como un almendro, o un cerezo o incluso un jazmín: Él es el anuncio y la promesa cumplida de que nuestra vida también merece la pena siempre. En cualquier estación.