Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Cocinar es decir te quiero


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El otro día hice albóndigas. Las preparé como recordaba que las cocinaba mi abuela, como a mí me gustan. No sé si es porque solo el olor de la salsa al fuego ya me recuerda a ella o porque los sabores ricos que quedan registrados en nuestra memoria siempre nos parecen los mejores: preparar la carne, hacer con calma cada bolita, majar el ajo y el perejil, poner el laurel y una pizca de azafrán, dejar que cuezan lentamente… Aunque estaban muy ricas, no estaban tan buenas como recuerdo las de mi abuela, pero la cocina me olía a ella. Y eso ya mereció la pena.



Antiguamente la cocina era el centro del hogar y en muchas culturas lo sigue siendo. Ser el centro de tu propia casa es tanto como ser el centro de la vida compartida, de lo más íntimo. La cocina es ese lugar donde entran los que son algo más que invitados. Cuando te inviten a una casa y no te lleven a la cocina, probablemente estés aún lejos de la intimidad de quien vive allí. La intimidad sencilla, serena, la de quien puede decirte: “Esto soy, esto somos”. Sin adornos. Porque prefiero tu olor, no tu perfume, como dice la canción.

Cocinar es recorrer un mapa de recuerdos y aprendizajes, especialmente cuando preparas una comida sin buscar la receta en internet, cuando repasas lo que has visto hacer en casa, lo que te decía tu madre o lo que tu memoria cree haber registrado. Diría que es incluso una manera de traer aquí y ahora a los que ya no están o a quienes te gustaría que estuvieran contigo. Pero, además, cuando cocinas con un mínimo de gusto, siempre hay algo de recreación aportando tu propio estilo: ahora añado un poquito de esto, cambio tal cosa por esta otra, mezclo esto con aquello…

Un misterio, pura belleza

No en vano, parece que el ser humano es el único animal que cocina. Primero tuvo que hacerse con el fuego, descubrirlo, aprender a servirse de él con respeto y cuidado. Y con el fuego, entre otras cosas, vino poder transformar la comida. Hacer de la obligación de alimentarse todo un lujo, un misterio, pura belleza. ¿O acaso no lo es comer juntos? Más aún: ¿acaso no lo es poder cocinar para otros?

Y así, el milagro nos lleva de comer para sobrevivir a comer para alimentarnos y, de ahí, alimentar para cuidar, para querernos. Eso hizo nuestra madre con nosotros ya en el vientre: alimentarnos, querernos. Y eso hacen con nosotros en cuanto nacemos: poco a poco, piel a piel primero, llevándonos la comida a la boca incluso. Después, ya adultos, si alguien nos lleva comida a la boca será porque la relación es sumamente estrecha. Y espontánea, confiada. Después, a medida que se acerque el final, con bastante probabilidad volverán a ayudarnos a comer. Puro cuidado.

Joan Roca, considerado uno de los mejores cocineros del mundo, dice que cocinar es un acto de amor, una manera de decir “te quiero”. Creo que es verdad. El mismo plato cocinado muchas veces no sabe siempre igual. Algunas tradiciones afirman que si cocinas enfadado los sabores serán distintos. Y es fácil de entender: no hay tarea creativa que dependa de tu atención y tu tiempo que no te exprese a ti, tal como estés. También cocinar para otros.

Me gusta que cocinen para mí. Y me gusta cocinar para otros. Debe ser porque me gusta querer y que me quieran. Y porque cada vez valoro más las pequeñas cosas, esas que se preparan y que solo son posibles si se las dedica tiempo. Como una buena comida. Con los tiempos que corren no deja de ser un milagro cotidiano que, sin duda, tendríamos que valorar más. Y, por supuesto, cocinar también para uno mismo: porque si tienes que comer solo, al menos come rico. Como diría mi abuela.