Amor y Temor


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Hoy es día del amor y la amistad. Entretejido entre películas románticas, cajas de chocolates, regalitos y memes del amor, surge este dilema: por un lado, recuerdo mi primer deber de amar al Autor del amor y deambula en mi subconsciente esta enseñanza sobre el temor de Dios.

A primera vista parece que la religión es un sinsentido. ¿Cómo podría yo amar con todo mi corazón, con todas mis fuerzas, con todo mi ser, a esa imagen monstruosa de un dios ausente, vengativo, amenazante y que coarta mi libertad?

La respuesta breve es que no tengo porqué hacerlo. Nadie. El Dios que nos muestra Jesucristo no es ninguna de esas cosas. ¿Y luego? ¿De dónde sale esta insistencia al temor de Dios? ¿Puede eso reconciliarse con el amor? Pongo a tu consideración esta pequeña reflexión para identificar pistas falsas y avanzar a un amor filial permanente.

Tres pistas falsas

Para hablar del temor de Dios, primero necesitamos hablar de tres situaciones donde no está la acción de Dios y por tanto no puede haber temor hacia Él. Estas son las limitaciones del lenguaje, las proyecciones personales y las ‘fake news’.

En primer lugar, vale la pena decir que el lenguaje estorba un poco. La palabra ‘temor’ es poco afortunada. Estamos hablando del Creador del Universo, trascendente-actuante-inmanente en todo y en todos y nuestro modo de expresarnos no alcanza a abarcar su realidad, ni a describir apropiadamente este vínculo profundísimo. Así que en esta reflexión necesitaré ir más allá de las palabras y ejercitar mi imaginación espiritual para comenzar a descifrar la experiencia.

Segundo, mi propia disposición personal puede frenar mi entender. Quizás, este supuesto ‘temor de Dios’  que me revuelve el estómago es en el fondo un temor personal proyectado a Él. Tal vez he apostado, con buena intención, todas mis fichas a mi desarrollo, a alcanzar la verdad, a actuar con genuina rectitud, a crear estructuras de bien humano y ahora tengo-miedo que al reconocer a Dios actuante en mi vida, eso de algún modo implique destruir o mutilar mi humanismo. Es el espejo de mi humanidad descarnada lo que me inspira miedo, no Dios.

Tercero, la explicación del mal en el mundo es también a veces el resultado de acciones malintencionadas. Y la primerísima de ellas consiste en sabotear el vínculo de confianza y transparencia que nos une con Dios, invitándonos a dudar de sus buenas intenciones. Así que tal como hay ladrones que mienten para salirse con la suya y llevarse mi dinero, también es razonable pensar que hay agentes interesados en mantenerme ciego ante la Verdad.

Rumbo al amor filial permanente

Ahora sí, hablemos de un espacio donde tengo la posibilidad de un encuentro con Él. ¿Qué significa el temor? ¿Pues no debería sentir solo maripositas? La expresión ‘Temor de Dios’, tiene al menos tres vertientes que nos permiten transitar de un estado de negación y terror servil a otro, de amor y anhelo unitivo permanente. El primero es falso e indigno, el segundo es cierto y filial. El temor de Dios no es cautela ante una jerarquía distante, ni miedo al castigo, ni sometimiento para evitar un cataclismo. Es reverencia, realismo y apasionamiento por el bien social.

Primero, supero esa imagen de Dios como policía lejano cuando observo el cosmos, contacto con la vida y experimento mi vida misma. Los tres son milagros ridículamente improbables, apilados unos sobre otros. Razono sobre porqué –no cómo– se creó el universo, ubico a un quién que es Causa Última de Sí Mismo y me descubro como beneficiario directo, inmediato y tangible de toda la creación. Entonces surge en mí un asombro tipo ‘mis respetos, te volaste la barda´ elevado a la n-potencia, que se combina con un salto de júbilo tipo ‘mil-chorromil gracias mil’. Y a esa fusión de asombro y agradecimiento gozoso le llamo reverencia. Y como consecuencia busco también manejar el honor que merece con este gran regalo y privilegio que, Dios, me has encomendado.

Segundo, rectifico el error del temor dios castigador, cuando reconozco con honestidad los resultados de mis propias acciones. Después de reclamar mi libertad completa y actuar según me da mi real gana, me doy cuenta que efectivamente así es. Mis actos tienen consecuencias, tanto buenas como malas. Los refranes cobran sentido cuando leo que al justo le va bien y que nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido. Bien sé que si hago el mal y me meto en problemas no es que Dios me castigue, sino que yo me lo busqué. Y después de haber regado el tepache y tocado fondo, no quiero regresar jamás a la calle de la amargura; solo deseo permanecer en la luz. Entonces entiendo por qué San Agustín señala que el temor de Dios no es miedo a ser castigado, sino ansiedad por no separarse de quien se ama. (Pons, 2015).

Ubico este ángulo del temor de Dios cuando leo a Pedro diciéndole a Jesús transfigurado ‘construyamos tres tiendas’ (Mt 17, 1-7), o a Cleofás invitando ‘quédate con nosotros’ al final del día. Y también lo siento cuando después de orar, anhelo que la Paz que siento me dure por largo tiempo, tanto o más que el mejor baño sabatino que haya tomado. Eso es temor de -separarme de- Dios.

Finalmente, desmitificó esa concepción de un dios provocador de catástrofes cuando entiendo Su pasión por nuestro bien colectivo. Es obvio que la rebeldía individual puede fácilmente convertirse en obstinación social. Operamos nuestras empresas y sociedades para ser fuente de cosas maravillosas y también de males atroces. En el segundo caso, explotamos a otros diciendo que ‘así son los negocios o la política’, manipulamos con ideología y falsa religión a otros para encender guerras, bombardeamos ciudades enteras porque ‘ahí seguro hay terroristas ocultos’ y muchas cosas más.

Y entonces, tras la incomodísima amonestación del profeta que grita que las naciones serán arrasadas descubro a Dios preocupado diciéndonos ‘¡Oigan, deténganse! Pero ¿Qué se están haciendo entre ustedes?’ Y me cae el veinte que esos males sociales son la resultante de nuestras libertades coordinadas. Entiendo que Él no manda calamidades, sino que respeta nuestra libertad totalmente y en serio. Entonces tememos, para que no se aleje después de contemplar el desastre que hemos provocado.

Dios nos observa, idea un nuevo plan y actúa. Al hacerlo, nos quedamos boquiabiertos cuando descubrimos que su respuesta ante nuestra miseria humana no es un ‘ahora ustedes lo limpian’ sino un ‘aquí estoy con ustedes, no tengan miedo’. El Amor-actuante en Jesucristo es la respuesta de Dios a nuestra realidad. No se tú, pero yo con eso regreso de nuevo a un nuevo momento de reverencia que el lenguaje no puede explicar.

El Amor a Dios se manifiesta sin duda en frutos de alegría, paz, benevolencia y fidelidad. Es solo que para alcanzar ese estado necesitamos -nosotros, no Él- tener apertura a ese temor que es reverencia, responsabilidad y pasión social por el bien.

 

Referencia:  Pons, G. (2015). El Espíritu Santo en los padres de la Iglesia. Madrid: Ciudad Nueva.