Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Agarrarse a la esperanza


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Estoy segura de que no soy la única que ha vivido con cierta decepción el que vayamos a tener unas navidades, no sé si confinadas, pero desde luego mucho más caseras de lo habitual. No podemos decir que nos haya pillado por sorpresa o que no nos lo estuviéramos esperando, pues todos sospechábamos que algo así iba a suceder al ver los datos de la pandemia. Simplemente creo que todos albergábamos la escondida esperanza de que algo cambiará para esas fechas. Por más que se viera venir, había una chispa de ilusión inconfesable que se ha apagado de golpe en estos últimos días.



Sueño de los hombres despiertos

Creo que este fenómeno, que yo misma he experimentado en primera persona, esconde al menos dos realidades importantes. Por una parte, me remite a la infinita capacidad que tiene el ser humano de agarrarse, aunque sea de modo inconsciente, a cualquier atisbo de esperanza. Ese “sueño de los hombres despiertos”, que decía Aristóteles que era la esperanza, nos permite vivir abiertos al futuro, disponernos a acoger aquello que vendrá y mantener la confianza de que la vida es digna de confianza a pesar de todo. Solo conservando resquicios de esperanza podemos, como Abrahán, intuir cómo las promesas de un pueblo inmenso se cumplen en un único hijo.

mesa decorada para Navidad

Por otra parte, me parece que ese “chasco” por unas fiestas con movimientos y reuniones restringidas también muestra otra dimensión innata al ser humano. Además de la predisposición a la esperanza, estamos necesitados de encuentros personales. La Navidad es tiempo propicio para cuidar esas relaciones estrechas que nos nutren por dentro y que cuidamos de modo muy especial en Navidad. No podemos entendernos sin otros y resulta frustrante que no podamos encontrarnos físicamente con quienes son importantes para nosotros. Hay muchas personas, incluso ajenas a nuestra familia, a las que nos unen conexiones tan profundas que podríamos afirmar, como Adán, que son “hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2,23).

Menos mal que también somos profundamente creativos y, tras la decepción, se nos ocurrirán muchas maneras de reavivar la esperanza y cuidar esos vínculos esenciales que nos hacen ser quienes somos.