La Iglesia latinoamericana y los bicentenarios

Ilustración-bicentenarios(Vida Nueva) Varios países de América Latina celebrarán durante los dos próximos años el bicentenario de su independencia, lo que será objeto de un tiempo fecundo de diálogo y debates. De la mano del arzobispo emérito de Portoviejo (Ecuador), José Mario Ruiz Navas, y del periodista argentino José Ignacio López, ‘VN’ se suma a la efeméride, reflexionando sobre el papel de la Iglesia en este histórico aniversario.

 

Evangelizadores que no sean sólo mensajeros, sino testigos

José-Mario-Ruiz-Navas(+ José Mario Ruiz Navas– Arzobispo emérito de Portoviejo, en Ecuador) El bicentenario de independencia política coincide, en Ecuador, con el resurgimiento de la presencia activa de los pueblos primigenios. Primero, en el campo político: organizaciones regionales y nacional; el Partido Pachacutic. Segundo, en el campo cultural: educación bilingüe bicultural. Aunque esta presencia se debe en buena parte a la Iglesia, varios dirigentes, por falta de acompañamiento, no se inspiran en el Evangelio.

Nuestra identidad precolonial y colonial está tejida con unos hilos de excelsitud humana y con otros de multiforme corrupción. La identidad resultante tiene como valores principales: la fe cristiana, la lengua común en casi todo el continente y la nueva raza, que proclama que América Hispana no estuvo orientada por lema “El mejor indio es el indio muerto”. Los colonizadores españoles imbuyeron en indígenas y  mestizos la convicción de que lo europeo era el modelo de lo humano. Colonizadores y evangelizadores en general destruyeron templos y otras expresiones de culturas; diversas sí, pero algunas de ellas no inferiores a las hispánicas.

Los evangelizadores, especialmente desde el segundo siglo de la colonización, vieron a nuevos moros en los cultores de las religiones indígenas. A falta de la luz del Decreto conciliar sobre la actividad misionera de la Iglesia, la generalidad de los evangelizadores no descubrió las “semillas del Verbo” ocultas en las religiones precolombinas. Inicialmente, los evangelizadores estudiaron las culturas indígenas. Ellos nos dejaron las informaciones que tenemos de las culturas precolombinas. Elementos añadidos, después de siglos, a esas informaciones, elementos usados actualmente en actos sociorreligiosos gubernamentales, tienen un débil fundamento.

Cuando, precipitada e infundadamente, se dijo que los indígenas estaban ya evangelizados-hispanizados, los llamados a evangelizar no acudieron a los indígenas. Se comenzó a esperar que ellos acudieran al “despacho parroquial”. ¡Se sigue esperando! En “nuestros pueblos hondamente cristianos”, el sincretismo parece más real que una fe honda. Actualmente, racismo y eurocentrismo, que se expresan en un inconfesado complejo de inferioridad, son lentamente superados.

Estado e Iglesia caminaron juntos; las tensiones más frecuentes fueron causadas por esos clérigos que defendieron a los indígenas. En el siglo XIX, el clero, que pertenecía generalmente al estrato social más culto, simpatizaba con las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, por su raíz cristiana y por fomentar la independencia política. Se calcula que dos tercios del clero de la diócesis de Quito, con territorio, al Norte y Sur, más extenso que el del actual Ecuador, apoyaron la independencia. A la sombra de la cruz, “salva cruce, liber esto”, vecinos de Quito, presidente de la Audiencia, obispo, deán, párrocos de la ciudad, rectores de los colegios San Luis y San Fernando y provinciales de órdenes religiosas declararon la independencia en la sala capitular de San Agustín. Sin embargo, la independencia dificultó la evangelización. Causas: la primera, falta de diálogo, en ese cambio de época, entre clero e iluministas. El saber humano se había ampliado con las ciencias; los clérigos querían mantener su monoplio; los iluministas los menospreciaban. Los nuevos gobernantes removieron al clero de la educación, salud y asistencia social y se apropiaron de los bienes destinados a estos servicios. Sintiéndose desprotegido, el clero se acercó a segmentos “conservadores”. Esta cercanía duró hasta el Concilio. Faltó diálogo.

La segunda causa: falta de clero. Para presionar la reintegración a España, los gobernantes españoles privaron a los nuevos ciudadanos de obispos. ¿Cómo? Dificultando el acceso al Papa.

El Concilio reavivó la evangelización. En los 70 y 80, se dieron pasos hacia una Iglesia pueblo de Dios, dirigido, no absorbido, por sus pastores: Plan nacional de aplicación del Concilio en Ecuador, preparado en asambleas de representantes de todos los estratos del Pueblo de Dios, con evaluaciones anuales. El inicial impulso renovador se ha debilitado. Pocos laicos proyectan su fe en el campo sociopolítico. Unos “católicos” promueven la justicia, orientados no tanto por el Evangelio cuanto por ideologías adversas; otros la descuidan. ¡De nuevo, falta diálogo!

El cardenal Ratzinger invitó en 1996 a superar el “gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia, en la cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando”. Benedicto XVI pide superarlo con evangelizadores que no sean sólo mensajeros, sino testigos de Cristo, muerto y resucitado.

 

Un ejercicio de memoria, revisión y renovación

José Ignacio López(José Ignacio López– Periodista. Columnista de La Nación. Buenos Aires) Estamos a las puertas de la celebración de los bicentenarios de la independencia de ocho naciones iberoamericanas, lo que vaticina un necesario período de ejercicio de memoria, de diálogo fecundo y de consiguientes debates. El Documento de Aparecida, último texto colegial de la Iglesia en América Latina y el Caribe, ha proclamado, valiéndose de un discurso pronunciado por Benedicto XVI en Brasil, que esa casa común está habitada por un complejo mestizaje y una pluralidad étnica y cultural, donde el Evangelio se ha transformado en “el elemento clave de una síntesis dinámica que, con matices diversos según las naciones, expresa de todas formas la identidad de los pueblos latinoamericanos”.

En esa línea, los obispos argentinos han tendido su mano en actitud de diálogo y respeto por la pluralidad de la sociedad, para proponer el período que va de 2010 a 2016 –Revolución de Mayo a Declaración de la Independencia– como el tiempo propicio para recuperar el sentido del bien común, de la construcción compartida. Para ellos, aun antes de la emancipación, los valores cristianos que impregnaron la vida pública se unieron a la sabiduría de los pueblos originarios y se enriquecieron con las sucesivas inmigraciones, para dar paso a la compleja cultura que caracteriza a nuestra patria. Respetar y honrar esos valores, que no pocas veces los bautizados cultivaron en la mera retórica, no debería constituir una invitación a anclarse en el pasado, sino una contribución para que el ejercicio de memoria que supone la celebración del bicentenario se ensaye para reconciliar y construir. En términos religiosos, para la conversión y la reparación.

Nos toca vivir un tiempo complejo y difícil, arduo, pero apasionante. Compartimos, sufrimos y protagonizamos un cambio de era. ¿Quién duda que hoy en día vivimos un tiempo de transición? Y esto vale también para la Iglesia católica. Un tiempo que equivale a la preparación de una cosa nueva, a una refundación, pero que tiene como lastre que lo viejo no muere fácilmente, se resiste a desaparecer, y a lo nuevo le cuesta nacer.

Una de las expresiones de esa profunda crisis de la civilización que atravesamos es el “encapsulamiento” de individuos, grupos, comunidades e instituciones, y otra, la fragmentación que disocia, enfrenta o mantiene indiferentes a diversos sectores.

La magnitud de la crisis social, cultural y moral que atravesamos, sumada a las deficiencias en la sociedad, la economía, la política y los criterios culturales de convivencia y relación con la naturaleza en este comienzo de milenio, hace que los sujetos de las imprescindibles transformaciones no puedan restringirse a una confesión religiosa, una clase social o un grupo político. Por eso, se necesita un nosotros amplio, que pueda caminar respetando diversidades, perfeccionando sobre la marcha los mecanismos democráticos para la construcción de consensos y la aceptación de los disensos. En ello radica la tarea del diálogo social y eclesial, y difícilmente el desafío que supone para la Iglesia, y particularmente para laicas y laicos, la celebración de los inminentes bicentenarios, con su consiguiente ejercicio de memoria y revisión, pueda encararse con otro talante. Por eso, ante la crisis que atravesamos, en lo nacional y en lo planetario, desde un sincero espíritu de autocrítica, los cristianos debemos reconocer que somos parte del problema, y preguntarnos: ¿qué responsabilidad tuvimos y tenemos como Iglesia en la decadencia del país, la sociedad y la cultura? ¿En la desigualdad y la injusticia? ¿En la brecha social?

Bien está que el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) se preocupe y se ocupe de ese acontecimiento mayúsculo que celebrarán en los dos próximos años Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, México, Paraguay y Venezuela. Es que la reflexión y el debate cultural que supone revisar la presencia cristiana en la independencia de las naciones y, al mismo tiempo, pensar qué modelo de Iglesia y de qué modo habrá de participarse en la sociedad secularizada de este tiempo, parece enhebrarse esencialmente con una Iglesia que en la Confencia de Aparecida se mostró comprometida en un proceso de renovación pastoral, de necesaria búsqueda de nuevos modos de encarnar y de expresar el Evangelio.

La celebración de los bicentenarios será un desafío que pondrá a prueba ese propósito de cambio y renovación. La actitud, el estilo, el lenguaje con el cual la Iglesia se asome y participe de ese debate cultural, político y social podrá exhibir la hondura y sinceridad de la conversión pastoral que se proclama.

En el nº 2.687 de Vida Nueva.

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