El lenguaje de los signos

Juan María Laboa(Juan María Laboa– Profesor emérito de la Universidad Pontificia Comillas)

“Propongo convertir nuestro enojo por posibles decisiones políticas futuras en una exigencia inmediata y decidida, personal y familiar, a propósito de los símbolos que vamos abandonando alegremente en nuestro caminar diario o que no reciben nuestra mínima atención”

Francisco de Asís, icono de Cristo, místico inefable que acogió los estigmas del Señor en su cuerpo, no pareció necesitar signos o mediaciones para experimentar o expresar su relación de amor con Dios. Sin embargo, fue él quien ideó el primer pesebre navideño: “Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno”. Los signos se dirigen al corazón y a la mente. Siempre dejan su poso.

Aparentemente, nos enfrentamos con preocupación y repulsa a la polémica sobre los crucifijos en las escuelas. Seamos sinceros: desde hace tiempo están desapareciendo las cruces de nuestros cuellos, de nuestras habitaciones, de nuestras casas, de nuestra oración, de nuestras costumbres. Disminuyen los pesebres en el hogar y aumentan los abetos. Nuestros niños no se persignan al acostarse ni al levantarse, ni al salir de casa por la mañana. Pocas familias, incluso practicantes, participan en los ritos del Viernes Santo, adorando la cruz y reflexionando sobre su sentido. El cristiano, a lo largo de su vida, tropieza innumerables veces con la cruz, pero ¿cuántas la mira con piedad, reflexiona y ora? Desgraciadamente, nuestros niños, aunque los tengan delante en sus aulas, no son conscientes de su significado. Otro tanto debiéramos afirmar de los pesebres, único signo elocuente de unos días, a menudo, adulterados por comidas y regalos.

Propongo convertir nuestro enojo por posibles decisiones políticas futuras en una exigencia inmediata y decidida, personal y familiar, a propósito de los símbolos que vamos abandonando alegremente en nuestro caminar diario o que no reciben nuestra mínima atención. Nuestras raíces nada valen si no producen frutos.

En el nº 2.687 de Vida Nueva.

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