Cuando el cine puede resultar ofensivo para los cristianos

ilustracion-cine(Vida Nueva) El estreno en cines de Ángeles y demonios vuelve a poner sobre la mesa una polémica cuestión: la ficción, ¿es un ejercicio de libertad creativa o debe respetar la verdad de los hechos? En los ‘Enfoques’ de esta semana en Vida Nueva, Jerónimo José Martín, presidente del Círculo de Escritores Cinematográficos, y José Luis Sánchez Noriega, profesor de Historia del Cine en la Complutense, nos ofrecen su punto de vista al respecto.

Ficciones y mentiras

jeronimo-martin(Jerónimo José Martín– Presidente del Círculo de Escritores Cinematográficos, CEC) Desde siempre, los artistas han intuido que, en toda obra de arte, hay una singular vinculación entre belleza, bondad y verdad. O, dicho de otro modo, que no puede existir belleza sin autenticidad al enfocar al hombre, al mundo y a Dios. Respecto al cine, Orson Welles lo expresó así: “Sostener un espejo frente a la naturaleza… ¿qué puede ser más cierto en relación al creador de una película? ¡Si no sabes nada de la naturaleza frente a la cual sostienes el espejo, qué limitada debe de resultar tu obra!”.

Viene a cuento esta reflexión por Ángeles y demonios, la nueva tontada de Ron Howard, basada en la penosa novela de Dan Brown. Ante ella, quizás alguien repita lo que algunos dijeron ante El Código Da Vinci o ante Camino, otras dos películas que calumnian gravemente a la Iglesia católica: “No hay que darles importancia; al fin y al cabo, son sólo ficciones”.

A bote pronto, esa afirmación ya suena a tramposa, pues sus defensores serían incapaces de aplicarla si la persona o institución calumniada les resultara querida. ¿Se imaginan a la progresía oficial aceptando ese argumento si la película presentara al Che Guevara como un agente de la CIA, sádico y pederasta, que roba a los pobres y tiene varias cuentas en Suiza?

Por otra parte, quien reaccionara así, ignoraría ingenuamente la importancia de las ficciones en la propaganda y, en concreto, en la creación de leyendas negras. De hecho, son el canal más eficaz para transmitir al gran público las grandes ideas. Es bien conocida la importancia que tuvieron la novela Biarritz (1868), de Hermann Goedsche, y el libelo zarista Los protocolos de los sabios de Sión (1903) para extender la mentalidad antisemita en la Alemania de principios del XX, preparando así el nazismo.

Un efecto parecido generó la falsaria obra teatral El vicario (1963), del alemán Rolf Hochhuth, adaptada en 2002 por Costa-Gavras en Amén. Esas obras de ficción son las responsables de la leyenda negra sobre la supuesta debilidad hacia el nazismo de Pío XII. Un papa que, en realidad, seguramente fue el principal redactor de la encíclica antinazi Mit brennender Sorge, de Pío XI; que alentó a sus nuncios para que salvaran a todos los judíos perseguidos que pudieran -véase Escarlata y negro (1983)-; y cuya actitud acogedora influyó en la conversión al catolicismo del rabino de Roma, Israel Anton Zoller, que, en su honor, adoptó el nombre cristiano de Eugenio Pío Zolli.

Desde luego, Lenin y Stalin eran conscientes del valor propagandístico de las obras de ficción. Basta leer la biografía del cineasta Sergei M. Eisenstein (El acorazado Potemkin, Octubre) que escribió Marie Seton, o el sensacional ensayo de Stephen Koch El fin de la inocencia. Willi Müzenberg y la seducción de los intelectuales. Mientras, Goebbels impulsaba los documentales nazis de creación de Leni Riefenstahl y arengaba a sus subordinados al grito de: “Repitan esto hasta que sea verdad”. Incluso para hacer el bien conviene tener claro el poder inspirador de la ficción. Por eso Jesucristo recurría a menudo a las parábolas. Y Juan Pablo II se hartó de animar a los cristianos a “convertir la fe en cultura”, también en cultura popular.

En cualquier caso, las mentiras de Dan Brown son demenciales. Los guionistas del filme han eliminado varios disparates de la novela, y culminan con un infantil entente cordial entre ciencia y fe. Sin embargo, esos esfuerzos no compensan su rastrera visión del liderazgo en la Iglesia católica ni su manipulación de la secta de los Iluminati, a la que pertenecieron, según Brown, Copérnico, Galileo y Bernini… varios siglos antes de que se fundara. En efecto, dicha secta la inició el profesor de leyes Adam Weishaupt, en la Baviera de 1776.

Copérnico, Galileo y Bernini se estarán revolviendo en sus tumbas antes las falsedades de Brown. Unas mentiras que podría haber evitado consultando Wikipedia. Habría comprobado así que Nicolás Copérnico dedicó al papa Pablo III su libro De Revolutionibus; que Galileo murió católico y fue el primer presidente de la Accademia dei Lincei, la predecesora de la Pontificia Academia de las Ciencias; y que Bernini hizo grabar en su modestísima tumba en la basílica de Santa María la Mayor: “Aquí, la noble familia Bernini espera la Resurrección”.

De modo que, como poco, Dan Brown es un frívolo irresponsable. Tan frívolo como esos periodistas, supuestamente rigurosos, pero que siguen aplicando aquel lema del sensacionalismo: “No dejes que la verdad te estropee un buen titular”. A todos les vendría bien recordar aquellos versos de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela” (Proverbios y cantares. Nuevas Canciones, LXXXV).

Libertades, polémicas y escándalos interesados

sanchez-noriega(José Luis Sánchez Noriega– Profesor de Historia del Cine. Universidad Complutense) Una de las batallas a largo de la historia del cine ha sido conseguir que las películas vinieran protegidas por la libertad de expresión y, por tanto, no estuvieran sometidas a censura alguna. De hecho, desde el Código Hays norteamericano hasta prácticamente la década de los setenta, en todos los países ha habido censura con el objeto de preservar valores y principios de alta moralidad; y sus defensores han tachado al cine de corromper a la juventud, propagar ideas subversivas o atacar las buenas costumbres. El tiempo pone a cada uno en su sitio, y hoy nos asombramos al saber que la censura norteamericana prohibía la representación de parejas interraciales o nos reímos porque el censor español impide una secuencia con un fugitivo que huía de los agentes de la ley porque, “cuando dispara, la Guardia Civil nunca falla”.

La libertad de expresión, que es garantía del pluralismo ideológico, político, moral o religioso, lejos de constituir un añadido o privilegio, está en la base de la democracia y es una de las pruebas irrefutables de la salud democrática de una sociedad. El costo de la libertad de expresión -ya se sabe- es que también ampara al escandalizador profesional, al desinformado, al aprovechado y al maledicente. Pero no puede tener otros límites que el Código Penal y el resto de los derechos, particularmente el derecho al honor y a la propia imagen o la protección de la infancia. En ningún caso se puede argumentar en plan talibán diciendo que sólo la verdad tiene derecho a la libertad de expresión y que las ideas subversivas o el mal gusto deben ser prohibidos; como si hubiera “una” verdad y no muchas, mudables y reformuladas a lo largo del tiempo… 

El debate se acalora cuando afecta a ideas y creencias de carácter moral y religioso, al menos en los sistemas más institucionalizados que se presentan a sí mismos como construcciones totales que contienen una visión del mundo capaz de dar respuesta a toda pregunta. Esos sistemas no aceptan fácilmente la “competencia” de alternativas y, por ello, tienden al fundamentalismo por el que quieren hacer de sus principios y normas morales la única verdad. Así sucede cuando se ampara como “ley natural” lo que no es sino fruto de una concepción absolutamente histórica. 

Basta con ignorarlos 

Concretando en el ámbito de las películas, obviamente, para cualquier sensibilidad cultivada existen muchos productos rechazables por su violencia, por su fascismo encubierto o por su exhibicionismo de sexo gratuito. Pero ello no debe llevar a la polémica ni mucho menos a la censura: basta con ignorarlos. Lo mismo sucede con películas que, en el caso del cristianismo o del catolicismo, pueden herir la sensibilidad de los creyentes, ya sea porque hacen humor de algo que se tiene por sagrado (La vida de Brian), ya sea porque hacen caricatura de instituciones (El Código Da Vinci). Pero no se pueden negar la legalidad y el derecho al humor y a la caricatura, por más que incomoden, y es un error sobredimensionar el tema alzando la voz escandalizada y creando una polémica bastante estéril; porque, insisto, el tiempo pone a cada uno en su sitio, y de esas polémicas a la larga no queda nada.

Si hacemos memoria, vemos que filmes como Ángeles y demonios, que se estrena ahora, o El Código Da Vinci -adaptaciones ambas de las novelas de Dan Brown del mismo título realizadas por Ron Howard– no son objetivamente hablando más ofensivas para la sensibilidad cristiana que la citada La vida de Brian o Yo te saludo, María, el filme de Jean-Luc Godard cuyo estreno convocó protestas ante las salas. Estas dos películas fueron rechazadas por una minoría e ignoradas por el grueso de los católicos, que, muy inteligentemente, se alejaron de cualquier polémica. Sin embargo, los tiempos han cambiado, y vemos que ha crecido la predisposición al escándalo ante películas y otras manifestaciones culturales.

Hoy en día vemos grupos políticos y religiosos que se sienten heridos en sus creencias con unos argumentos que, de ser extensibles, por ejemplo llevarían a todas las policías norteamericanas a constantes pleitos contra la industria de Hollywood. En el fondo, buscan sacar partido de una presencia pública en un momento de crisis de identidad, de manera que gracias a la apelación a principios y verdades consigan el poder (moral) que sienten que se escapa de las manos en una sociedad de pluralidad de credos y de principios. Porque lo relevante no es que se estrenen películas que incomoden a unos y otros; eso no es novedad y, en una sociedad plural, ni se puede ni se debe evitar, del mismo modo que no son novedad las famosas caricaturas de Mahoma en una revista danesa. Lo relevante es por qué se crea la polémica y qué se busca con ella; y lo grave es que, cuanto más se profundiza en la democracia, más fundamentalistas quieren erigir como universal y eterna la moral que su grupo formula ahora.

En el nº 2.660 de Vida Nueva.

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