Año Sacerdotal, ¿aportará ‘energía’ al ministerio?

(Vida Nueva) Recién clausurado, llega la hora de los balances: ¿para qué y a quién ha servido? ¿redundará en la manera de afrontar el ejercicio del ministerio sacerdotal? El sacerdote Eduardo de la Serna, de la Provincia de Buenos Aires, y Ángel Pérez Pueyo, director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades, abordan este tema en los ‘Enfoques’.

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Hubiera sido deseable que…

(Eduardo de la Serna– San Francisco Solano. Provincia de Buenos Aires) En el poco tiempo que lleva en el ministerio de Pedro, Benedicto XVI ya proclamó dos “años” sucesivos. El Año Paulino y el Año Sacerdotal que acabamos de culminar. Bueno sería preguntarse qué razón pastoral motiva la proclamación de dedicaciones tan diversas la una de la otra, y la repercusión de ambas conmemoraciones. La “recepción” del Pueblo de Dios de las diversas iniciativas pastorales debe verse como indicio firme de la presencia del Espíritu de Jesús en ellas. Una honesta respuesta a la pregunta sobre cómo fueron “recibidas” ambas conmemoraciones parece un paso necesario en todos los casos.

También sería bueno preguntarnos si se trata de una suerte de “ironía del destino” que el Año Sacerdotal haya coincidido con uno de los años más críticos del ministerio ordenado, a causa de la enorme cantidad de denuncias y casos comprobados de pederastia. Sobre este tema, el público pedido de perdón del Papa en la celebración de clausura revela la hondura y gravedad de estos hechos, los cuales, lamentablemente, no siempre parece que en algunos sectores eclesiales se los mire en su justa y preocupante dimensión.

Pero, dado el espacio del que disponemos en esta página, quisiera simplemente reflexionar sobre algunos elementos a raíz de este Año Sacerdotal que acaba de ser clausurado.

  • Hubiera sido deseable que en este tiempo se profundizara en la imagen sacerdotal de Cristo –“único sacerdote”– tal como la presenta la Carta a los Hebreos, ya que es el único texto del Nuevo Testamento en el que encontramos el tema, y descubrir cuánto de todo esto ilumina el ministerio cristiano.
  • Hubiera sido deseable que se profundizara en el sacerdocio del Pueblo de Dios y de los bautizados, a fin de ahondar en el servicio a éstos de los ministros ordenados, ya que “los ministerios ordenados están al servicio del sacerdocio común, y no viceversa” (A. Vanhoye).
  • Hubiera sido deseable que se profundizara en el ministerio como servicio, y que se lo pretenda y busque cada vez más lejano del poder, de las ambiciones y los “escalafones”. También es evidente que el “sacerdocio del Nuevo Testamento” se presenta como un camino cerrado a los ambiciosos y tiene como característica principal la misericordia y la credibilidad marcada por la solidaridad.
  • Hubiera sido deseable que se profundizara en los ministerios del Nuevo Testamento –tan igualitarios para varones y mujeres, esclavos y libres, judíos y paganos– y tan diferentes a los actuales modos de ejercicio del ministerio. El ministerio del Nuevo Testamento se caracteriza claramente por su semejanza “en todo” con la humanidad, excepto en el pecado; mientras que suele presentarse un ministerio marcado por exclusiones de género, de culturas, y caracterizado por las diferencias y la distancia con la humanidad (distinta vida, distinta vestimenta, distinto modo de sostenerse, distinto alojamiento…).
  • Hubiera sido deseable que se replantearan y debatieran los modos de vida y ejercicio del ministerio ordenado, desde el trabajo manual al modo de pastoral parroquial, desde el celibato optativo hasta el sentido poco evangélico de “autoridad”, escandalosamente llamado “jerarquía”.
  • Hubiera sido deseable que se propusieran modelos atractivos, actuales, proféticos y desafiantes para el ejercicio del ministerio en nuestro tiempo, en lugar de proponer un modelo anacrónico y nada atractivo como el del Cura de Ars.

Muchos de estos temas quedan en el “debe” del presente eclesial. Pero en una Iglesia tan eclesiocentrada, tan llena de temores, tan asustada ante el mundo que la rodea, tan recluida en catacumbas contemporáneas y aferrada a modelos que brindan aparente “seguridad”, como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, los Sodalicios y otros sectores semejantes, es razonable que el tema que se propone para la reflexión sea un tema intraeclesial como el “sacerdocio”; un “sacerdocio” que –sin mirar el mundo en el que vivimos, sin aceptar gozosamente los nuevos desafíos, sin una confianza plena en el Espíritu Santo y sin la valentía que caracterizó a los profetas de ayer y de hoy– es razonable que se vea preocupado por inexistentes “persecuciones”, en lugar de sentirse animado a sembrar el Reino en un mundo fértil y necesitado de justicia y de paz.

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Desafíos para el futuro

(Ángel J. Pérez Pueyo– Director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades) “No te resulta paradójico –me comentaba un compañero– constatar que cuando crees saber las respuestas… ¡ya te han cambiado las preguntas!”.

Esta anécdota refleja el gran calado del cambio que se está fraguando en todos los ámbitos de la humanidad y sus implicaciones en la vida y en el ministerio de los presbíteros.

Para muchos sacerdotes no es fácil aceptar que el tiempo donde nacieron, crecieron y pastorearon está desapareciendo. Es, sin embargo, más complejo vislumbrar los desafíos antropológicos, tecno-científicos, culturales, estéticos, políticos y económicos que debemos afrontar.

La crisis global se cierne como un caos que fragmenta y transforma el sistema. Lo contingente, lo caótico, lo heterogé­neo… es ahora lo esencial. Se está desquitando de los siglos en que la modernidad racionalista lo marginó. En este piso cuarteado donde nos toca vivir urge saber a los sacerdotes cómo y desde dónde han de ejercer hoy su ministerio.

Benedicto XVI está tratando –con la lucidez y humildad que le caracterizan– deslindar, a la luz de la fe, lo esencial de lo superfluo en el ministerio presbiteral:

  • Resituar el sacerdocio no como un oficio, sino como sacramento, don y gracia que evoca y simboliza la cercanía, el cuidado y la pasión de Dios por sus hijos. Con esta comprensión nos libera de la angustia del número y la edad que tanto nos atenaza. Lo que importa es la capacidad de significar. Desenmascara todo activismo estéril que sirve de tapadera para encubrir nuestra insatisfacción personal o ministerial.
  • Descubrir la belleza y grandeza de este ministerio, viviéndolo y ejerciéndolo con gozo, paz, serenidad, profun­didad… asumiendo corresponsablemente con el obispo la misión confiada por la Iglesia.
  • Recrear la fraternidad en el seno del presbiterio, constituyendo un “mi­cro­clima” adecuado donde cada sacerdote, según refería Mosén Sol, se fuera haciendo (formación permanente) como hombre recio, como creyente firme y como pastor santo:

Hombre recio: de buen carácter, cercano, abierto, comuni­cativo, trans­parente, de espíritu alegre y ánimo firme, maduro afectivamente, solidario y corresponsable en la tarea proyectada y llevada a cabo en común.

Creyente firme: que vive la espiritualidad propia del clero diocesano, recia e inte­gra­dora; que centra su ser y actuar en el ejercicio del ministerio como fuente de santificación; enraizado en la eucaristía (espiritualidad eucarística) y en la caridad pastoral (celo apostólico ardiente); que descubre, valora, potencia y armoniza todos los carismas ecle­siales.

Pastor santo: libre de toda ambición de cargos y honores, de seguri­dades y como­didades, al que se le encuentra para todo… De buena y sólida formación intelectual y capacitación práctica para el ejercicio del ministerio presbiteral. Que vive y ejerce el ministerio presbiteral fraternamente.

  • Revisar y ajustar las estructuras pastorales a las necesidades reales y a la complejidad del mundo actual, que respondan a una verdadera Iglesia comunión, toda ella ministerial y evangelizadora, servi­dora del Reino.
  • Templar y enardecer el corazón misionero, que impulse al sacerdote a salir de sí mismo y a dejarlo todo con tal de atraer a todos hacia Dios, especialmente a los alejados y más desfavorecidos.
  • Garantizar una formación sólida y un discernimiento vocacional adecuado evitando que se admitan al ministerio quienes no reúnen las condiciones mínimas requeridas.
  • Reconocer la infidelidad de algunos “pastores”, pedir perdón y asumir la responsabilidad (penal y moral) de sus propios actos. Jesucristo ha cargado en su cuerpo todo el peso del mal, toda su fuerza destructora. Quema y transforma el mal en el fuego de su amor doliente.
  • Estar dispuesto a ofrecer la propia vida y compartir con Cristo su mismo destino redentor. Cuanto más nos toca la misericordia del Señor, tanto más somos solidarios con su sufrimiento, tanto más estamos dispuestos a completar en nuestra carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo.

Estos desafíos, aunque puedan resultar paradójicos, nos han hecho más humildes y realistas. También más significativos y menos convencionales. Se han constituido en un verdadero revulsivo de renovación interior y de estímulo vocacional.

Doy por bien empleado este Año Sacerdotal si cada sacerdote logra descender “al fondo” y redescubre que el origen de su ministerio presbiteral ha sido su instintivo amor a Jesús Sacramentado y encuentra en la eucaristía la mejor expresión de la fe y del gran amor a Cristo, el “lugar” donde alimentar y encauzar su ardor apostólico… Entiendo, sin embargo, que la respuesta más hermosa y profunda está todavía por descubrir. Se nos abre una oportunidad magnífica para caminar unidos y buscar juntos. Lamentarse porque estamos viviendo un tiempo de crisis mundial, de cambio de época, es no reconocer –como diría D. Olegario– que los tiempos los da Dios. Aceptemos con gozo como tiempo propio el divino tiempo que Dios nos da.

En el nº 2.712 de Vida Nueva.

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