El Dios menesteroso de Rainer Maria Rilke (II)


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Con ‘El libro de horas’ (‘Das Studen-Buch’), Rilke adquiere la madurez poética. Después de transitar por el naturalismo, el “Jugendstil”, el neorromanticismo y el impresionismo, depura su estilo hasta alcanzar un timbre propio, una voz que expresa con originalidad su mundo interior. Compuesto entre 1898 y 1903, El libro de horas refleja esa “crisis de fin de siglo” que desemboca en un nuevo misticismo alejado de cualquier canon o dogma. Frente al positivismo, que proclama la muerte del espíritu, y el tradicionalismo, que pretende abolir los cambios introducidos por la modernidad, se abre paso una nueva espiritualidad que reivindica la experiencia interior, la intuición poética y la trascendencia del arte. Rilke prepara el camino de lenguajes aún más radicales que su estilo visionario e introspectivo. ‘El libro de horas’ nace cuando empieza su relación sentimental con Lou Andreas-Salomé. Su amor hacia ella adquiere una dimensión mística. Siempre “te llevaré sobre mi sangre”, escribe, casi como si recitara una plegaria. Los dos viajes a Rusia que realiza con ella le ponen en contacto con un paisaje y unas gentes con un alma profunda y sencilla que dejan una huella indeleble en su memoria.



Para Rilke, su amante es una diosa madre en cuyo seno quisiera diluirse. Ese sentimiento se extenderá al conjunto de lo real, inspirado por la convicción de que amar no es una simple experiencia subjetiva, sino una forma de comunión con el cosmos. En una carta del 28 de diciembre de 1911, confiesa: “…querida Lou, Dios sabe que tu ser fue precisamente la puerta por la que llegué por primera vez al aire libre”. Durante su segundo viaje a Rusia, Rilke vivió en una isba y visitó varios monasterios. También contempló durante horas el Dniéper y el Volga. Gracias a su estudio del idioma, pudo componer algunos poemas en ruso. En 1905, apareció ‘El libro de horas’ con sus tres divisiones: ‘El libro de la vida monástica’, ‘El libro de la peregrinación’ y ‘El libro de la pobreza y de la muerte’. Inicialmente, el ciclo lírico se agrupaba bajo el título ‘Oraciones’, pero Rilke consideró que ‘El libro de horas’, inspirado en los devocionarios del siglo XIII, reflejaba mejor su propósito, pues intentaba recrear un itinerario espiritual concertado con los distintos momentos del día.

El libro de la vida monástica

En ‘El libro de la vida monástica’, el sujeto poético es un monje que pinta iconos en la soledad de su celda. Rilke nos dice que el acto de crear, no muy distinto de la tarea de rezar, completa la realidad, siempre en proceso de renovación. Para el poeta y el monje, no hay nada pequeño e indigno de ser amado. Su rutina consiste en girar en torno a Dios, “torre antiquísima”. El sujeto poético se interroga sobre su identidad: “¿soy halcón, soy tormenta, / o bien soy un gran cántico?”. Dios no se parece a las visiones del Tiziano más joven. No es claridad, sino oscuridad, “una urdimbre / de cien raíces que calladas beben”. El aliento del poeta surge de esa oscuridad. Las Madonas humanizadas, los Cristos dolientes, son “tapias” que ocultan el misterio de Dios. Dios está en “las horas tenebrosas”. En esos instantes, se atisba “una segunda vida / inmensa, intemporal, de amplios espacios”. Rilke no se refiere al más allá, sino a una vida más honda y “felizmente terrestre”. Esa vida es “una energía inmensa” que se manifiesta en lo oscuro. “Creo en las noches”, escribe Rilke, afirmando que anunciará a Dios en su canto “como nunca hizo nadie”. El poeta es una voz sedienta que sirve a la vida. La iglesia romana se está desmoronando, pero Dios es una catedral que se alza hacia las alturas, con miles de mosaicos e infinidad de vitrales. “Dios madura”, como un árbol que amplía su tronco, desprendiéndose de la corteza. Su crecimiento acontece en el corazón del ser humano. Dios necesita al poeta para existir: “Si eres tú el soñador, yo soy tu sueño. / Si quieres vigilar, yo soy tu voluntad, / y me hago poderoso sobre magnificencias / y hasta me redondeo como estelar silencio / sobre la gran ciudad, peregrina, del tiempo”.

Dios es montaña, fuego, un “simún creciendo de arena del desierto…”. Está en todas las cosas con las que el poeta se siente hermano, como una semilla al sol. Dios es una catedral que levantan mineros, aprendices, maestros, un bosque del que nunca hemos salido. Subido a un andamio, el poeta exclama: “Dios, eres grande”. Dios es lo inalcanzable, pero se muestra en la rama que florece y en esa Italia donde explota la belleza, alumbrando grandes creaciones artísticas. Dios no pertenece a nadie. Es “un círculo / en torno a los sin patria”. Es una viña que da fruto, una raíz, un seno fecundo, como el de María. Es el Uno originario, matriz de todo lo existente. Dios es una herida rodeada de ángeles terribles. Solo se revela al solitario que sabe escuchar. Su existencia peligra si el poeta muere y no puede cantarle:

 

¿Qué harás, o Dios, cuando yo muera?

Yo soy tu jarro (¿y si me quiebro?)

Soy tu bebida (¿y si me pudro?)

[…]

Después de mí no tienes casa, donde

te saluden palabras suaves, cálidas.

de tus cansados pies cae la sandalia

de terciopelo, que soy yo.

[…]

¿Qué harás, oh Dios? Yo tengo miedo”.

 

Rilke describe a Dios como “el inconsciente oscuro / de eternidad a eternidad”. Dios es “el pedigüeño, el temeroso, / que de todas las cosas sobrecarga el sentido”. El mundo es la respuesta a la Nada. Dios no es coherencia, sino “una selva de contradicciones”. Necesita dialogar con el hombre: “¿quién soy yo, y quién serías tú, / si no llegamos a entendernos?”. Dios es el “gris cómplice” de la soledad y el poeta es el labrador que cuida la viña: “Yo soy, Señor, cual choza entre tus manos / y noche de tu noche, soy Señor”. Frente a los sonoros nombres que se atribuyen a Dios, Rilke destaca su proximidad: “Tú eres en los desiertos el milagro / que puede sucederle a un desterrado”. El Dios de ‘El libro de la vida monástica’, es un Dios que irrumpe en la conciencia desde la oscuridad, buscando al hombre por medio de la palabra y la belleza. Un Dios pedigüeño que no existiría sin un interlocutor y que se halla en proceso de construcción, como una catedral infinita. ¿Es un Dios al que se puede rezar y del que cabe esperar? Rilke no piensa en términos de justicia y esperanza. Habla de los desterrados, pero no se refiere al extranjero, sino al que soporta un exilio existencial por su incapacidad de echar raíces. Solo se preocupa por su experiencia individual como hombre y poeta. No piensa en un Dios que se oculta para garantizar nuestra libertad, sino en un Dios que sufre por su propia fragilidad, preguntándose si podría vivir sin la atención y el cuidado del ser humano.

La muerte propia

El Dios de Rilke nos reconcilia con la Tierra, pero nos deja desamparados frente a la muerte. No es el Dios que anhela Unamuno, sino una forma de llamar a lo inefable, a lo que se resiste a la vocación clarificadora de la palabra, una noche que nos envuelve y que solo nos promete una plenitud impersonal. Para Rilke, la muerte no es el espanto de la naturaleza, por utilizar una reflexión de Pascal, sino el momento que mide nuestra autenticidad existencial. Todo llevamos dentro la semilla de la muerte y nos corresponde hacer que fructifique. Cada uno debe construir su propia muerte, pues una muerte acorde con nuestro proyecto personal representa una culminación, con la fuerza necesaria para purificar nuestras imposturas. “Rilke no quiere morir como una mosca, en el zumbido de la tontería y la nulidad –escribe Maurice Blanchot en ‘El espacio literario’–; quiere tener su propia muerte y ser nombrado, saludado por esa muerte única”. Dicho de otro modo: “quiere morir sin dejar de ser yo, […] concentrado en el hecho mismo de morir, de tal modo que mi muerte sea el momento de mi mayor autenticidad, hacia la que yo me lanzo como hacia la posibilidad que me es absolutamente propia, que solo es apropiada para mí y que me mantiene en la dura soledad de ese yo puro”. La utopía de Rilke se desmorona cuando se confronta con el horror de la Shoah, donde se arrebataba a los deportados la posibilidad de una muerte propia. En los campos de exterminio, solo hay anonimato, impersonalidad, pérdida de soberanía, dispersión, silencio, insignificancia, noche estéril. El monje de ‘El libro de la vida monástica’ no se siente urgido, concernido por el otro. Se limita a explorar su interior, buscando el diálogo con Dios, sin entender que esa comunicación es imposible sin la experiencia de la alteridad. Rilke no escondía su hostilidad hacia la figura de Cristo, pero solo el Dios que muere como un paria y un esclavo puede sostener la promesa de un mañana para los justos. Cristo no es una tapia que oculta a Dios, sino el acontecimiento que revela su compromiso con el hombre. Gracias a la Encarnación, Dios ya no es un rostro que aniquila al que lo contempla, sino una faz cercana y familiar, que cura, conforta y escucha.

Una poesía ebria de subjetividad, como la de Rilke, a veces se convierte en una torre aislada. Encerrada a solas con las palabras, se expone a ser un canto ciego. Si no mira al otro, si no repara en su sufrimiento, su comprensión de la realidad siempre será insuficiente, apenas una sombra que se refleja efímeramente en el agua, no un surco donde la semilla fructifica.