El Rey y la sanción de ‘la ley del aborto’

Rey-Juan-Carlos-I(José Ignacio Calleja Sáenz de Navarrete– Experto en Moral Social Cristiana) Cito casi de oídas unas palabras que sitúan el dilema que nos ocupa: “El Rey se enfrenta a dos exigencias. Una, derivada del carácter de monarquía constitucional, y a las obligaciones que eso determina, como la de sancionar las leyes aprobadas por el Parlamento. La Constitución no le concede como jefe de Estado ningún poder de veto. Otra, de conciencia. ¿Puede un católico aprobar una ley como la del aborto? No. La referencia al rey Balduino es obligada”.

José Ignacio CallejaEs evidente, en lo primero, que el Rey no hace las leyes ni las juzga, sino que las sanciona. Sancionar, aquí, es confirmar solemnemente que una ley expresa la voluntad de los órganos legítimos de la soberanía nacional. En principio, no valora si las leyes son constitucionales ni si son conforme a sus convicciones morales o religiosas; es así ante todas las leyes.

Pero la cuestión de la sanción de una ley del aborto –y hablemos de la presente– plantea otras más profundas, cuyos responsables son, en un caso, el mismo Rey en cuanto persona –y, en principio, católico–, y en otro, la Iglesia. En cuanto a la primera, la sanción del Rey y su legitimidad moral tiene que ver con su conciencia personal sobre esa ley. Si es católico, atenderá al parecer del magisterio moral de la Iglesia y tratará de ver si le obliga de forma absoluta en todo supuesto personal y público, incluida la sanción. Y antes de tomar una decisión en conciencia, deberá valorar si cree o no que esta ley del aborto constituye “la mayor iniquidad que contra el ser humano se está cometiendo; un crimen contra los más inocentes; un asesinato sin paliativos de millares de niños”. Y si así lo viera, no hay razón jurídica ni moral que lo exculpe.

Sin embargo –y después de acoger los datos científicos sobre la vida y las antropologías que los integran, y como católico, en primer lugar, la antropología cristiana y el magisterio moral de la Iglesia–, si en conciencia considera que en la ley no está facilitándose ese mal absoluto, sino, de algún modo, “limitándose” en su número y efectos, su decisión personal está salvada y, políticamente, puede sancionar. En cuanto tal, no aprueba, no juzga públicamente, pero sí debe preservar su conciencia personal, y lo consigue.

He dicho que el problema es del Rey, supuestamente católico, y su conciencia moral. Y que es de la Iglesia. Quienes presionan al Rey para que no sancione la ley del aborto, en realidad deberían dirigirse a la Iglesia, a su magisterio moral, preguntando por su actuación. Al fin y al cabo, en cuanto católico particular, el Rey decide su sanción en conciencia, a la luz de los mismos criterios morales que los demás católicos, y con la misma libertad, mucha o poca, pero la misma. Así que corresponde a la Iglesia decirle, como católico, si lo considera en comunión tras la sanción de la ley. Jurídicamente, el acto de sanción es distinto del parlamentario de aprobar las leyes, pero moralmente, si los parlamentarios católicos incurren en “excomunión” al aprobar esta ley, el Rey, al sancionarla, moralmente contraviene las mismas referencias éticas, igual de absolutas para él en lo personal. Luego es la Iglesia la que debe decir si el Rey permanece en ella y en qué condiciones.

Caben dos opciones finales. O la Iglesia escapa de su responsabilidad y exculpa al Rey, con argumentos de tenor jurídico procedimental que a los “juristas” encantan y convencen, pero que al pueblo le confirman en el uso político del derecho y la moral; no lo veo en ningún caso. O bien hacer lo que, a mi juicio, nos corresponde: asumir internamente como Iglesia que la lucha contra el aborto, en todas sus ramificaciones, es un servicio incuestionable del Evangelio a la vida humana en cuanto tal, y para ello, varias apuestas: la de los principios, para clarificar desde la fe y la razón lo que nos parece conciencia natural y preventiva sobre la vida digna; desde los hechos, para mostrar la disposición gratuita de medios y personas al servicio de los padres más necesitados; desde la denuncia social, para exigir esto mismo entre las prioridades del Estado de Bienestar moderno; desde la acción social, para responsabilizarnos de la vida digna del no nacido y, a la par, de la vida indigna del ya nacido en la tierra única; desde la reflexión moral, para diferenciar “anticoncepción” y “aborto”, y para aprender que si “la Iglesia (la verdad) la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste… y esta misión de verdad es irrenunciable” (CV, 10), ella sabe que es mucho más creíble por sus obras de justicia y misericordia que por sus palabras firmes.

En el nº 2.698 de Vida Nueva.

 

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