Crisis y desafíos del Concilio Vaticano II

(Vida Nueva) ¿Sigue teniendo vigencia el Concilio Vaticano II? ¿Es necesaria una revisión? Cuarenta años después de la clausura de dicho acontecimiento eclesial, la revista Vida Nueva somete los documentos que salieron de aquella cita a un “examen” por parte de dos reconocidas firmas, que son Santiago Madrigal, Decano de la Facultad de Teología de Comillas y Gonzalo Tejerina, Decano de la Facultad de Teología de la Pontificia de Salamanca.

La crisis de la cuarentena 

(Santiago Madrigal-Decano de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas) Justo al comienzo de su pontificado, Benedicto XVI se refirió al acontecimiento eclesial más importante del siglo XX con estas palabras: “Cuando me preparo al servicio que es propio del sucesor de Pedro, quiero reafirmar con fuerza la voluntad decidida de proseguir en el compromiso de realización del Concilio Vaticano II. (…) Con el pasar de los años los documentos conciliares no han perdido actualidad; por el contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes en relación con las nuevas instancias de la Iglesia y de la sociedad actual globalizada”. En la vida humana individual, los 40 años nos hacen tomar conciencia del hecho de haber atravesado el umbral de la mitad de la existencia; por eso, ofrecen la posibilidad de un intenso cuestionamiento acerca de las decisiones ya tomadas, para confirmarlas, o para emprender nuevas rutas.

Sirva esta metáfora de la “crisis de la cuarentena” para reflejar el momento actual de la Iglesia y someter al Concilio a la prueba del tiempo, llegada la hora de la segunda elección, de nuevas profundizaciones y de nuevos impulsos. Además, llega un momento crucial cuando desaparece la generación de sus protagonistas y toma el relevo una nueva generación. Hemos entrado en este nuevo período de recepción, que demanda una nueva reflexión sobre sus enseñanzas y sobre su aplicación. Aceptando este dato, no se puede dejar de intentar una lectura esencial del Vaticano II tal y como fue vivido por la generación de sus protagonistas. Éste es un nivel ineludible, un primer criterio de verificación, “para no correr en vano” (Gál 2, 2).

Entre los pilares más dinámicos y decisivos del Concilio habría que mencionar: la liturgia como participación; la concepción de la Iglesia como misterio y comunión; el redescubrimiento de la Palabra de Dios; la posibilidad real de la unidad visible de las Iglesias cristianas como correlato de la figura de Iglesia, sacramento de la salvación ofrecida en Cristo; la aparición de la Iglesia local en misión, hecha realidad en distintos contextos y culturas, donde cada cristiano ha de aportar su testimonio conforme al carisma; la rectificación teórica y práctica de la presencia de la Iglesia en el mundo; la libertad religiosa de conciencia y el compromiso por el desarrollo humano. Estos impulsos vienen a coincidir grosso modo con las líneas maestras de las Constituciones del Vaticano II (Sacrosanctum Concilium, Lumen Gentium, Dei Verbum, Gaudium et Spes). Son valores innegables del aggiornamento conciliar que requieren, para que sean fruto del Espíritu y no mera acomodación superficial, una verdadera conversión del corazón.

La primera recepción del Concilio tuvo lugar en medio de un gran nerviosismo, un momento de debilitamiento de la Iglesia católica, puesta a revisar a fondo su sistema simbólico. Ciertamente, el Concilio no la había podido preparar para hacer frente a la crisis cultural que se avecinaba. Pero sin el Vaticano II nos hallaríamos en una situación muy diferente en liturgia, en teología, en pastoral, en catequesis, en ecumenismo, en las relaciones con el judaísmo y con las demás religiones del mundo, y con la sociedad moderna. La Iglesia católica ha entrado de la mano del Concilio en un nuevo período de su historia, una etapa de dificultades, de desafíos y de aprendizaje. El Concilio ha iniciado una profunda transición que todavía no ha terminado y que afecta a cuestiones medulares de la vida eclesial: ecumenismo, diálogo interreligioso, remodelación del ministerio petrino, articulación de la colegialidad y de la sinodalidad en la Iglesia, comunión, promoción y responsabilidad del laicado, opción preferencial por los pobres.

Sigue en pie el reto de actualizar el núcleo irreversible del Concilio, su significado permanente. Habrá que seguir buscando, en medio de la polvareda de interpretaciones opuestas, para tratar de recibir su “novedad”. Hace dos años, en su felicitación navideña a la Curia, Benedicto XVI habló de una hermenéutica de la reforma, sin ruptura, es decir, de la renovación en continuidad con una Iglesia viva y peregrina que se sabe guiada por su Señor. Ello deja fuera de juego a los tradicionalistas sin tradición, propensos a negar el período de 1962-65; ello descalifica a las interpretaciones puramente subjetivas, que pasan por encima de las declaraciones conciliares; ello anula también las interpretaciones de superficie, ese nominalismo conciliar que invoca las palabras pero se resiste a taladrarlas y buscar la verdad del Espíritu que está indicando una nueva tendencia. Este discernimiento, de lo que permanece vivo y de lo que está muerto del Concilio, no puede hacerse al margen de las condiciones históricas objetivas que viven las comunidades eclesiales.

Un signo de comunión que sigue abierto

(Gonzalo Tejerina Arias-Decano de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca) Es necesario apreciar en toda su intensidad la novedad eclesial del Vaticano II. No hacerlo sería ignorar la fuerza renovadora del Espíritu sobre la Iglesia. Pablo VI reclamaba una nueva actitud de espíritu (novus habitus mentis) en la aplicación post-conciliar del Vaticano II. Es preciso percibir y asumir lo nuevo que aporta a la Iglesia de su tiempo y a la de éste. Es el caso de su “pastoralidad”, muy determinante del talante renovador y con la cual se buscó una exposición con sensibilidad pastoral a partir de una escucha atenta del mundo moderno para anunciarle el Evangelio de modo expresivo, un carácter pastoral que no ensombrece el vigor doctrinal de su enseñanza.

Y hay que tener presente el imponente fenómeno de comunión cristiana en la universalidad que fue el Concilio. Por detrás de sus textos es necesario ver la extraordinaria realización eclesial que fue la misma asamblea. Ambos, documentos y asamblea, fueron el Vaticano II, y el acercamiento a sus doctrinas requiere recordar el clima eclesial de comunión que las alumbró y que lo acredita como obra del Espíritu Santo. En el signo de comunión se encontraron el magisterio pontificio y el episcopal en sus distintas orientaciones; se encontró el magisterio de los pastores con el de los teólogos en una fecundísima colaboración; se encontraron católicos y no católicos en una fraternidad cristiana casi desconocida. La renovación eclesial que querían Juan XXIII y Pablo VI empezó por la comunión vivida en el mismo Concilio hasta que la communio llegara a ser una de sus claves fundamentales. El episcopado tomó conciencia de sí como colegio y después vino con naturalidad la teoría de la colegialidad. No faltaron tensiones, pero al final los documentos se aprobaban casi siempre casi unánimemente, aunque alguna vez perdieran cierta coherencia.

Si el discurrir ordinario de la vida de la Iglesia no acaece mediante concilios, el Vaticano II, empero, constituye un paradigma vivo del acontecer eclesial cuya genuina receptio, con la aplicación de sus documentos, requiere mantener abierta aquella dinámica de renovación en una comunión activa entre los creyentes.

A lo largo de su recepción, los grandes temas y documentos han ido teniendo su hora, iluminando las distintas andaduras de la Iglesia, mostrando el Concilio en su conjunto una fecundidad preciosa. Se vivió especialmente la novedad gozosa de la Gaudium et Spes, mientras la Sacrosanctum Concilium animaba una reforma litúrgica que suscitó un entusiasmo general. Después se vio en la eclesiología de la Lumen Gentium la clave fundamental de la renovación de la Iglesia. Sin que esos textos y el trabajo en torno a ellos hayan perdido vigencia, hoy, en la experiencia más honda de la Palabra de Dios que busca la Iglesia, muestra su fuerza la Dei Verbum, que en estos años ha alentado un nuevo estudio y uso de la Escritura hasta suscitar la sed actual de la Palabra. En otros textos hay que seguir agradeciendo la audacia con la que se llegó a afirmar la libertad religiosa, libertad de conciencia, una de las posiciones más reveladoras del gran impulso innovador del Vaticano II, o la consagración, en la brevísima declaración Nostrae Aetate, del diálogo con otras religiones, que incoaba proféticamente la tensión fecunda entre diálogo y evangelización. Tales textos, como el decreto de ecumenismo, siguen configurando poderosamente la actual autoconciencia de la Iglesia católica.

Pasados 40 años de su clausura, parece imposible que pudiera no haberse celebrado el Vaticano II porque imposible parece una Iglesia que no estuviera bajo un proyecto eclesial como el conciliar. Como llegó a decir el cardenal König, sin el Concilio todo habría sido peor en la Iglesia, hubiera habido una verdadera catástrofe. Recientemente, H. Küng ha señalado cuán pobres habrían sido todas las confesiones cristianas sin este Concilio. Los dos objetivos de Juan XXIII y de Pablo VI, abrir un proceso de renovación de la Iglesia y ponerla al día en su relación con el hombre contemporáneo, siguen siendo objetivos de la Iglesia en este tiempo y en el venidero. El Cardenal Danneels, en el Sínodo de 1985, afirmó que en la recepción del Vaticano II quedaba mucho por hacer y que se estaba en los comienzos. Más de veinte años después, el dictamen vale en gran medida. No hay vuelta atrás sobre la experiencia eclesial y la enseñanza del Vaticano II, y un posible concilio nuevo, con la novedad que traiga, no podrá no seguir el proyecto de Iglesia del Vaticano II en sus grandes directrices.

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