El apostolado de la amistad

La influencia de Carlos de Foucauld en una vida

Hay vidas que parecieran conformar una sucesión de movimientos dispersos y en realidad son determinadas por un movimiento más profundo, que las hace adaptarse e inventar. Así caracterizó José Luis Vázquez Borau la vida de Carlos de Foucauld, muerto de manera violenta hace cien años sobre las arenas de Tamanrasset, en Argelia (Ver Pliego, p.23). La semilla caída en tierra devino en árbol y las ramas de su espiritualidad se extienden hoy por todo el mundo, reproduciendo el deseo de volver al Evangelio que estimuló las búsquedas del religioso francés.

Una de dichas ramas es la Asociación Sodalidad Carlos de Foucauld, de la cual hace parte Rogelio Bernal. Semanas atrás, el antioqueño recibió a Vida Nueva en su casa. El inmueble está situado en el barrio Alfonso López, de la localidad bogotana de Usme. Una capilla en la segunda planta es de las pocas cosas que distingue a la construcción de las demás casas de estrato uno de la calle. En la terraza hay, también, una huerta casera y una habitación llamada Horeb, dispuesta para retiros espirituales.

En un rincón de la sala del primer piso, entre otros textos reposan Evangelii gaudium, del papa Francisco; la Teología de la esperanza escrita por Jürgen Moltmann; El mito de Yuruparý y Ver a Dios en la ciudad, una obra de René Voillaume. Fue justamente gracias a un libro que Rogelio conoció a Carlos de Foucauld. Leyendo la biografía escrita por René Bazin quedó impactado por la radicalidad y la pobreza del soldado que terminó como ermitaño entre los Tuareg del Sahara. En el marco de la formación que entre los Misioneros de los Santos Apóstoles Rogelio recibía en Perú, pidió autorización para conocer de cerca la vida de una fraternidad inspirada en el carisma de Carlos de Foucauld. Fue así como durante un año vivió en los arenales del barrio Villa El Salvador, ubicado en el sur de Lima. Trabajó como obrero en la fabricación de muebles y se encontró con una experiencia de contemplación volcada sobre la realidad. Si bien no había llegado su momento, todo eso era, en parte, lo que buscaba y no había podido encontrar entre las comodidades y el estilo de vida de la congregación con la cual había viajado a Perú. Se retiró de ésta y regresó a Colombia.

Llegaba a su final la década de 1980 y Rogelio esperaba encajar en la Iglesia. Se puso en contacto con Luis Alfonso Yepes, prefecto apostólico de Leticia, y viajó al Amazonas, donde trabajó entre los huitoto y conoció de cerca la crueldad con que el narcotráfico involucraba a muchos indígenas en el mundo de la ilegalidad. “Hace falta querer la justicia y odiar la iniquidad”, había escrito Carlos De Foucauld, refiriéndose a la esclavitud de los indígenas saharianos. “No tenemos derecho a ser centinelas dormidos o perros mudos o pastores indiferentes”, señaló en una carta en 1902. Rogelio comenzó a denunciar la complicidad de agentes del Estado en lo que estaba pasando en la región. Su vida estuvo en riesgo, pero, cuando más necesitaba apoyo, dejó de sentirlo en la iglesia local.

A los meses se trasladó a La Guajira, para vivir cerca del pueblo wayuu. Se acordaba de lo importante que era para la fraternidad de Carlos de Foucauld la inserción y se negaba a quedarse en los poblados céntricos de los municipios. Más que proselitismo religioso, quería vivir el apostolado de la bondad entre los indígenas, a la manera del ermitaño de Tamanrasset: inspirando confianza, prestando pequeños servicios, dándoles buenos consejos y trabando amistad con ellos. Su comprensión sobre la labor misionera no coincidía con la visión tradicional y oficial. Por eso creció su rechazo a limitar la acción eclesial entre la población local a una simple labor sacramental, que veía en el bautismo una manera de afirmar la pertenencia ciudadana de la gente al país.

Si bien, en medio de la insatisfacción por no encontrar su lugar, las experiencias de lo vivido lo enriquecían, sentía que le faltaba una raíz. De regreso a Bogotá, se hizo profesor de colegio. Más tarde se involucró con la pastoral social de la diócesis de Facatativá. Estableció contacto con los seglares carmelitas y con los benedictinos. Pero fue el encuentro con Ricardo Londoño lo que en realidad le permitió descubrir un itinerario personal. Londoño vivía en el barrio Las Lomas, de la localidad Rafael Uribe Uribe. Compartía el carisma que él venía descubriendo. De su mano, conoció a otras personas interesadas en el legado de Carlos de Foucauld. Al fin y al cabo, era ello lo que había dado una orientación a sus búsquedas hacía años.

Rogelio Bernal, en la terraza de su casa. Arriba, su capilla

Conformó una fraternidad secular, para profundizar las intuiciones del religioso francés sobre la primacía del amor, núcleo de su carisma. Y al poco tiempo volvió a desempeñarse laboralmente en el seno del mundo obrero, ésta vez en una fábrica de filtros para carro, en la cual trabajó los siguientes 12 años. Detrás de esa opción estuvo el deseo de vivir según la espiritualidad de Nazaret y establecer lazos de afecto capaces de referir a algo más allá de sí.

Es justamente su prioridad en el Alfonso López: crear fraternidad en dónde esté. A media tarde un vecino toca a la puerta y Rogelio lo atiende. Departen. Rogelio lo invita a un tinto. El hombre le recuerda que está interesado en que viaje a Puente Nacional, para que comparta con su familia. A Rogelio le es suficiente que la gente lo quiera integrar, que lo sientan parte de la comunidad. Vive como eremita y como un vecino más. Siete años vivió así en el Portal de la Picota, un barrio mucho más difícil que el actual, en donde ya completa diez. Colabora en la parroquia del sector, como ministro de la eucaristía. Visita a los enfermos, les lleva la comunión. Pero está convencido de que su verdadero apostolado es el de la amistad. Los martes los dedica a jugar basquetbol con gente del barrio. Y una o dos veces por semana le ayuda a su pensión recogiendo y distribuyendo hortalizas provenientes de Tenjo, Cundinamarca.

“Uno sabe que quisiera amar, y querer amar es ya amar”, dejó escrito en Carlos de Foucauld el día de su muerte. Durante años el francés buscó su lugar en el mundo. De soldado, saltó a explorador y geógrafo. Durante un tiempo fue monje trapense. Lo ordenaron sacerdote, vivió como ermitaño entre pobladores del desierto argelino y respetó a tal punto la cultura de los tuareg que la estudió con cuidado, descifrando su lengua, traduciendo a ella los evangelios. De la sucesión de aparentes movimientos dispersos resultó un punto de equilibrio, un movimiento más profundo.

Cuando a Rogelio se le pregunta si después de todo ha encontrado la raíz que buscaba, responde: “hoy miro la vida con más profundidad. Cuando se vuelve al amor ya no se vive del temor ni de la ley”.

VNC

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