Historias de los papas: Pío VII, el hombre que venció a Napoleón

Cuando Pío VI murió el 29 de agosto de 1799 en la localidad gala de Valence, preso de los hijos de la Revolución Francesa, se le enterró sin oficio religioso alguno y en el registro de defunciones local se le describió, sin más, como “el ciudadano Braschi, que ejercía la profesión de Pontífice”. Entonces, un diario revolucionario llegó a anunciar así la muerte del Papa: “Pío VI y último”.



En ese momento, ni el mismo Napoleón, cuya campaña en Italia había forzado la caída en desgracia de Giovanni Angelo Braschi y quien ya se perfilaba como el próximo emperador de Francia, podía imaginar que una de las mayores resistencias a sus aspiraciones la iba a encontrar en su sucesor. El siguiente Pío. Porque el sexto no fue, ni mucho menos, el último…

Siete meses sin papa

Eso sí, no fue fácil. Hubieron de pasar siete meses hasta que un cónclave, celebrado en Venecia, eligiera a Barnaba Chiaramonti, quien eligió el nombre de Pío VII en homenaje a su predecesor. Y otros cuatro meses hasta que, el 3 de julio de 1800, al fin un papa regresara a Roma.

El gran mérito de Chiaramonti fue su lucha por la independencia de la Iglesia, poniendo en el centro su esencia espiritual y no la política, aunque fuera consciente de que debía defender los Estados Pontificios para poder defender su autonomía frente a otros soberanos en un mundo en catarsis. Y es que, desde el triunfo de la Revolución Francesa, el Antiguo Régimen había dado paso a la Edad Contemporánea.

Como destaca el libro ‘Diccionario de los Papas y Concilios’, dirigido por Javier Paredes, Pío VII era consciente de este cambio de ciclo y no renegaba de por sí de las nuevas ideas. “La forma de gobierno democrática -había asegurado en una homilía de Navidad antes de ser Papa- de manera alguna repugna al Evangelio; exige, por el contrario, todas las sublimes virtudes que no se aprenden más que en la escuela de Jesucristo. Sed buenos cristianos y seréis buenos demócratas”.

Concordato con Francia

Ese espíritu conciliador, unido al pragmatismo de un Napoleón que desde ese 1800 había liquidado la Revolución Francesa proclamándose primer cónsul, llevaron, soprendentemente, a la firma de un concordato entre Francia y los Estados Pontificios, el 15 de julio de 1801. Así, mientras Bonaparte buscaba contentar a la mayoría católica del pueblo galo y ganar prestigio internacional, Pío VII deseaba recuperar buena parte de la visibilidad eclesial perdida en los años de la Revolución.

Así, se llegó a un punto intermedio en el que ambos cedieron: mientras Francia declaraba al catolicismo como la religión “de la mayoría de los franceses” (que no del Estado), la Santa Sede reconocía al nuevo régimen galo; mientras la Iglesia no reivindicaba los numerosos bienes patriomoniales nacionalizados, el Gobierno aseguraba la manutención de los pastores. En el punto más conflictivo, el del nombramiento de los nuevos obispos, se pactó que Napoleón propusiera a sus candidatos y el Papa los invistiera. Mientras, para hacer tabla rasa entre los que había nombrado el Estado y los que habían debido partir al exilio, se acordó que todos ellos presentaran su dimisión.

Más allá aún se fue cuando, en 1804, Napoleón concentró todos los poderes en su persona y decidió proclamarse emperador. La ceremonia tendría lugar ese 2 de diciembre en el gran templo parisino, Notre Dame, y el general sardo tuvo claro desde el primer momento que debía ser coronado por el Papa en persona. En lo que fue una ceremonia en la que se midió todo al mínimo detalle, al final Pío VII la presidió, aunque se aseguró un matiz importante: él no le coronó como tal, sino que le entregó la corona a Napoleón, quien se autocoronó, haciendo lo propio con su esposa, Josefina Beauharnais.

Afán imperialista

Con todo, tal acumulación de poder llevó a Napoleón a renunciar a su pragmatismo y a tratar de extender su Imperio a toda costa, conquistando desde España hasta Rusia; guerras que a la postre significarían su derrota. Con Gran Bretaña utilizó otra estrategia: decretar el bloqueo continental, impidiendo el comercio con la Isla.

Como trató de forzar a los Estados Pontificios a participar en ese bloqueo y el Papa se negó (molesto este también porque el líder galo había impulsado un Catecismo Imperial con el que, en la práctica, trataba de promover el culto a su persona), la ira de Napoleón se centró en su figura y el emperador fue poco a poco conquistando todos sus territorios. Así hasta que, el 2 de febrero de 1808, entró en Roma y arrestó a Pío VI en el Palacio del Quirinal.

Tras un año de calma tensa y no plegarse el Pontífice a los deseos imperiales, el 10 de junio de 1809 se cesó al Papa de su poder temporal y se le hizo prisionero, expulsándole de la ciudad. Durante mes y medio, pese a las pésimas condiciones de salud de Pío VI, se le trasladó hasta Savona, donde pasó tres años incomunicado del mundo, viviendo como un simple monje en su celda. Tras otro breve paso por Fontainebleau, donde Napoleón le visitó durante varios días para exigirle que ratificara sus nombramientos episcopales, al final el emperador se rindió ante la terquedad papal y le dejó libre, regresando a Roma el 24 de mayo de 1814, casi cinco años después de su salida forzosa.

Caída de Napoleón

El giro en esta historia llegó en 1815 cuando Napoleón perdió definitivamente en Waterloo y fue desterrado a la isla de Santa Elena. Poco antes de su muerte, seis años después, Pío VII tuvo un gesto de misericordia con quien fuera su carcelero y, como ilustra el libro ‘Diccionario de los Papas y Concilios’, mandó a un religioso sardo a que le acompañara espiritualmente en el momento final. Ya fallecido Napoleón, se aseguró de que su madre y otros familiares (incluido el futuro Napoleón III) fueran acogidos en Roma.

El ansia de independencia de Pío VII se mantuvo cuando, en el Congreso de Viena posterior a la guerra continental, se negó a plegarse a los dictados de la Santa Alianza que había derrotado a Napoleón. También, por cierto, lo mostró internamente, cuando reformó los Estados Pontificios y abolió en ellos prácticas del régimen medieval, como la tortura o numerosos privilegios feudales.

Chiaramonti murió el 20 de agosto de 1823, a los 81 años de edad. A diferencia de su predecesor y pese a haber probado también el trance de la prisión y el exilio, falleció en Roma en pleno ejercicio de su autoridad espiritual. Sí, erró cierto periódico… Pío VI no fue el último Papa. Le iba a suceder quien supo dirigir la barca de Pedro del Antiguo Régimen a la Edad Contemporánea. Y lo hizo aceptando el signo de su tiempo y conociendo las almas que llegaban ante él. Como la de su gran acompañante en la danza de la Historia: Napoleón Bonaparte.

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