Narrar la guerra, narrar la paz

Varios años en negociaciones de paz fatigaron el entusiasmo de la opinión pública. No de otra manera se explica la tibia mirada arrojada sobre la última marcha de las Farc como guerrilla. A pesar de las imágenes cinematográficas, no se movió la aguja de las encuestas para marcar excitación pública por semejante éxodo.

Los más celebrados han sido los bebés nacidos como en cosecha desde que se acabaron los tiros. Las madres uniformadas llevan al hombro el fusil y entre brazos al niño de las selvas.

También se mostró el cruce de saludos entre soldados y combatientes irregulares. El apretón de manos en fila india, el impecable camuflado verde de los subversivos frente a los modernos uniformes pardos del ejército que copian la moda usual en las guerras internacionales.

Los postreros guerrilleros fueron vistos sonrientes en buses intermunicipales, serios y ensimismados en pangas o chalupas de río, apretujados en camionetas que varias veces debieron de ser recuperadas del barro con sogas y fuerza bruta.

Cada fotografía, cada video, hacía pensar en lo que pensaría cada uno de los viajeros próximos a cambiar de un tajo sus vidas. Ya no temían el runrún del helicóptero ni la sombra del avión que deja en suspenso las bombas sobre los inminentes cuerpos despedazados.

Se dirigían a un nuevo nacimiento. Salían del manto protector de los árboles para ser visibles a las cámaras que proliferan en las esquinas de calles y edificios. Se habían apresurado a aprender el idioma necesario para vivir en un mundo desconocido.

En fin, este universo interior de los marchantes le fue esquivo al país cansado de aplazamientos y ceremonias finales que siempre se convertían en semifinales. Esa épica de siete mil hombres y mujeres cocinados en una guerra de medio siglo, está en vilo.

Colombia ha visto las caras, los brazos, los atuendos, las carpas, los palos, los buldóceres, más barro, las cámaras fotográficas, los portátiles. Pero no la novela ni la road movie que acoja esta saga.

Así que no es solamente el cansancio de las tratativas de La Habana lo que explica la frialdad frente a esta gesta. Hace falta, sobre todo, una narrativa. Porque están dados todos los elementos para la construcción de un gran relato, pero este no ha surgido.

Cabría otra hipótesis: esta es una buena noticia y estamos acostumbrados a que las “buenas” noticias son las malas. El proceso de paz tuvo en vilo a la nación mientras todo pendía de un hilo, mientras en cualquier momento se podía encender otra vez la matanza.

Para contribuir a darle razón a esta costumbre, el gobierno desde el comienzo advirtió que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”. Es decir, de un plumazo podría derrumbarse tanta paciencia, tanta conversación. El público aguardaba este albur con una mezcla de temor y vértigo.

El encierro de los guerrilleros en zonas custodiadas por soldados y policías, y en vísperas de dar a fundir sus armas para forjar esculturas, parece no encerrar una intriga. Así operan las buenas noticias, son predecibles, no son taquilleras.

El desfile de uniformados hacia esos sitios de encierro quedó contagiado de esa ausencia de drama. El hecho en sí parecía tener todo resuelto, no dejaba vuelo a la imaginación.

Muy bien, pero una cosa es el acontecimiento neto y otra distinta es la forma como se le cuenta a muchos. El sabio colombiano Nicolás Gómez Dávila dejó a este propósito dos escolios que son de oro para los creadores:

“Todo hecho es siempre menos interesante que su relato”. Y “El mundo solo es interesante cuando se espeja en la imaginación del hombre”.    

Arturo Guerrero

Periodista y escritor

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