Sí, hay que hacerlo

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Plantear interrogantes o dudas sobre el accionar de un gobierno no solo es legítimo, sino un deber

Cuando quien escribe es un ciudadano sacerdote, ya mayor y con muchos años en la brega pastoral, el primer pensamiento que surge en su mente es el presentar y aplaudir lo bueno, personas y obras. Piensa como un hombre de fe en la acción de Dios y en la capacidad del ser humano para hacer el bien.

Sin embargo, ser realista, tener bien puestos los pies en la tierra y los ojos bien abiertos, hacer preguntas en determinados momentos de la historia de un país o de la misma Iglesia, es válido, y puede llegar a convertirse en un deber de conciencia.

Afirmar que algo anda mal en la nación y en la sociedad, y que el futuro está cargado de amenazas, y que la gente lo mira con angustia, es otra forma de manifestar el amor a la patria.

Cerrar los ojos o sentarse a esperar que las cosas pasen, puede ser cobardía. La historia lo confirma. Difundir el bien y aplaudir una obra buena, no puede dejarse de hacer. Pero abrirle los ojos al ciego, sacudirlo para que no siga comiendo callado, despierte y tome conciencia de lo que está sucediendo con él o sin él, también hay que hacerlo. De lo contrario, la misma historia se encargará de pasar la cuenta de cobro.

Plantear interrogantes o dudas sobre el accionar de un gobierno no solo es legítimo, sino un deber. Y preguntar por qué la Iglesia no alza su voz contra la corrupción y la violencia, y no forma la conciencia de sus fieles, o por qué en nuestras parroquias no se advierte ningún proceso de renovación, como lo quiere el magisterio de la misma Iglesia, tampoco hay que satanizarlo; no es juicio ni ofensa a persona alguna.

Cuando en el 2011 celebramos los 20 años de la promulgación de la Carta Política que rige la vida de nuestra nación, constitucionalistas, periodistas y hombres de la política tejieron un hermoso florilegio sobre dicha Carta. Unos pocos se atrevieron a hablar de falencias, de vacíos, de expectativas frustradas y de falta de pedagogía. Otros, pocos pero más perspicaces, advirtieron una gran mentira: la participación democrática del pueblo.

Hoy ya nos dimos cuenta del error de haber promulgado una Constitución tan generosa en derechos -que por cierto no se respetan- y tan avara en deberes que tampoco se cumplen, y de haber dividido el poder judicial en cuatro altas Cortes y una Fiscalía General que luego habrían de politizarse; de haber abierto el camino al gobierno de los jueces y de haber divinizado a los magistrados: unos dioses con pies de barro.

Hoy la gran mayoría de los ciudadanos de a pie coincidimos en esto: Colombia, otrora cuna de grandes hombres, parece haber perdido su vocación a la seriedad como Estado y a la grandeza como nación.

Cultura constitucional, majestad de la justicia, dignidad nacional, gestos de grandeza, auténticos doctores en Derecho Público y Constitucional, y también en Ética, que dicten sentencias inmaculadas que todos celebremos y que nadie se atreva a contradecir, son cosas del pasado. Donde ni siquiera el derecho a algo sagrado, como es la vida, y el respeto a los Derechos Humanos están garantizados, donde la justicia es espectáculo, hablar de Estado Social de Derecho es una mentira. Un Estado no es en realidad Social de Derecho porque así lo dice la Constitución.

El fin y los medios

La verdad es que en Colombia la autoridad no representa absolutamente nada. Nunca aprendimos, o se nos olvidó, que la autoridad es un valor, un principio ético, que si no se aplica nunca habrá convivencia civilizada. El Estado no puede renunciar a ejercerla, como tampoco pueden la familia, la escuela y la Iglesia dejar de educar en ella y ejercerla. De su ejercicio nace el respeto al otro como principio y garantía de la vida en sociedad. Lo contrario es la anarquía total, la ley de la selva, y al criminal empieza a irle mucho mejor que al ciudadano honesto y cumplidor de la ley.

Una nación en la que se han cometido crímenes que ofenden la conciencia nacional, necesita con urgencia una generación nueva de juristas y de hombres de la política que se resistan a convertir la Constitución en un juguete para acomodarla o interpretarla según intereses oficiales non sanctos -premiar el crimen, dicen algunos-. La Constitución vale mucho más que un Nobel.

En síntesis, lo que estamos haciendo es resucitar la moral maquiavélica según la cual el fin justifica los medios. Por eso ladrar en Colombia es un deber. La salud de la patria nos urge.

P. Carlos MarÍn G. Presbítero

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