Un ciervo huidizo

Cuenta el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, en el primer tomo de su autobiografía, Vida perdida, que alguna vez, cuando vivió la experiencia de monje trapense, bajo la dirección espiritual del escritor místico y poeta estadounidense Thomas Merton, este le comentó en una conversación sobre temas interiores que “Dios es huidizo como los ciervos”, con una expresión claramente inspirada en san Juan de la Cruz, y añadió: “En sus relaciones con el alma es muy tímido –very shy-, suele acercársele mucho y se queda observándola si ella no se da cuenta, pero si es descubierto se le esconde, y así se está asomando y escondiéndose. De modo que el alma debe aprender a hacerse un poco indiferente, o la que no ve, para que no se espante”.

Es una bella imagen. Dios es un ciervo huidizo que acecha a la criatura, se embelesa con ella pero se espanta cuando intenta sentir su presencia. O cuando la batahola de ruidos externos impide rastrear su acechanza.

Nos cuesta aceptar que la mejor presencia de Dios es su ausencia. Sea en el silencio contemplativo o cuando devocionalmente buscamos su mirada invisible. O cuando a la hora de las angustias y la desesperanza sentimos sus ojos clavados en nuestra espalda pero nos da miedo y aprehensión volvernos para mirarlo directamente, porque sabemos que huirá, “con ligereza de ciervo”, como dice el poeta carmelita.

Y queda diluido en el aire, el primer verso del Cántico Espiritual: “¿Adónde te escondiste,/ Amado, y me dejaste con gemido?/ Como el ciervo huiste/ habiéndome herido;/ salí tras ti clamando,/ y eras ido?”.

Ernesto Ochoa Moreno

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