El país de la memoria

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El conflicto ha transformado a Colombia en una nación en busca de su memoria, para preservarla y para hacerla valer como protección de la imagen y el honor de sus muertos; y como espacio desde donde se prepara el futuro.

Al fortalecer su memoria se está previniendo la devastación del olvido.

Mientras seleccionaba en el mercado de San Victorino unos vestidos de colores vivos y de tela basta y barata, pensó que nunca en su vida había imaginado el montaje de una obra de teatro como el que ahora la ocupaba y preocupaba. La obra se presentaría una semana después en el patio del colegio de la pequeña población santandereana que, años atrás, había visto, con escalofrío, la entrada de los paramilitares y la matanza que siguió, durante unas horas de pesadilla. Cuando por fin se fueron, dejaron en las calles los cadáveres de siete hombres a los que habían calificado como cómplices de la guerrilla. La obra de teatro resumió la atroz matanza, pero en esta versión la población acusaba a los asesinos y gritaba la inocencia de los asesinados.

salondelnuncamas7A los habitantes les habían preguntado qué clase de reparación querían y unos cuantos pidieron dinero, otros un puesto de salud, alguien pidió un monumento, pero la mayoría clamó por una obra de teatro que, cuando se corrió el telón, fue seguida con interés creciente, aplaudida en varias ocasiones, interactuada en algunos diálogos y, al final, largamente aplaudida, incluso por los que habían llorado al revivirse en la escena la muerte de alguno de los suyos. La elemental obra de teatro había sido un homenaje para todos y cada uno de sus muertos y, lo más importante, había limpiado de dudas el nombre de todos ellos.

Como estos habitantes de La India, uno de los corregimientos de Cimitarra, Santander, en todo el país la preservación de la memoria ha contado antes que la reparación de edificios, escuelas o vías destrozadas por la violencia.

En el municipio de Granada, en el oriente antioqueño, la memoria de los muertos se conserva en una galería en donde se exponen las fotos de las víctimas, y en la vereda La Esperanza, del Carmen de Viboral, los rostros de 17 campesinos asesinados viven en las exposiciones Lo que no se puede olvidar y Lo que no se debe repetir, con cuadros pintados por familiares o amigos suyos.

Las jornadas de la memoria fue una iniciativa de la Fundación Manuel Cepeda, que exhibe objetos de los muertos. La exposición se abre en días y horarios determinados. En 2008 recordó a las 15 víctimas de los paramilitares en el páramo La Sarna, en Sogamoso. Esta vez las fotografías y pinturas de los asesinados estuvieron rodeadas de flores, calvarios y pancartas alusivas.

La memoria es vista como prerrequisito para la reconciliación

Hay galerías en las que los objetos y fotografías están acompañados por ladrillos pintados con los nombres de las víctimas. Son manifestaciones culturales que no se limitan a conservar los recuerdos de las víctimas, tienen además la intención de mantener intacto su nombre y de activar un espacio de lucha política. Se lee, por ejemplo, en un documento del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes del Estado (Movice), que se trata de un dispositivo cultural que apunta a la construcción de la verdad histórica, a la afirmación de la dignidad y al reconocimiento del legado histórico de las víctimas” (Memorias, 192).

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La forma de conservar el recuerdo en la Costa Pacífica es la canción que testimonia hechos de la violencia. El CD Trenza Matuna, lo mismo que el álbum grabado por campesinos santandereanos, difunden en las voces de grupos musicales integrados o pagados por ellos la memoria de sus muertos. En el encuentro nacional de víctimas de los crímenes de Estado, celebrado en 2007 en la Plaza de Artesanos de Bogotá, la memoria tuvo otro punto de apoyo: las performances que, al captar la atención, visualizaban a las víctimas y sensibilizaban a la sociedad.

En la Plaza de los Mártires de Ciénaga, Magdalena, el 5 de diciembre de 2008, el bullicio habitual pareció cesar por la irrupción de un grupo, de estudiantes en su mayoría, que circulaban con camisetas con leyendas que aludían a la matanza de las bananeras, ocurrida 80 años antes. Los activistas de la memoria llegaron hasta los puestos de fruta para pedir a los tenderos que pegaran en los bananos una calcomanía que recordaba el hecho. Esa misma calcomanía apareció en los bananos que se vendieron en los supermercados de las ciudades del país.

Recordar para construir el futuro

Hay algo más que la lucha contra el olvido. Es el esfuerzo por entender el presente con los datos que dejó el pasado. Lo decía Marlén, una líder comunitaria antioqueña: “si alguien muere sus actividades se terminan pero su historia queda” (Memorias, 172).

Se trata, en efecto, de descifrar esas historias. Así, el sufrimiento de las víctimas se está convirtiendo en “artefacto político” (Memorias 172). En los municipios de Guatapé, San Carlos, San Rafael, del oriente antioqueño, el paso de una violencia múltiple convenció a las mujeres sobre la necesidad de superar la práctica del sufrimiento a solas y en silencio y de abrir las ventanas para compartir. Así aparecieron las tertulias nocturnas en las que encontraron ayuda emocional y el poder terapéutico del recuerdo. Al poner en común sus padecimientos y examinar el pasado obtuvieron claridad, apoyo y una visión de las causas. Fue un resultado parecido al que obtuvieron los talleres piloto que, desde 2005, impulsó el Proceso de Comunidades Negras (PCN). Allí se examinó, primero, la ley sobre justicia y reparación y después, convencidos de que la memoria es la recuperación de la verdad, procedieron a entender la realidad de la violencia que padecían (Memoria 164).

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A los wayúu de La Guajira, en la masacre de Bahía Portete, el 18 de abril de 2004, les asesinaron 13 personas, les desaparecieron a 30 y les desplazaron 300 familias, “les arrebataron la vida, les robaron sus cuerpos pero no podrán borrarlos de nuestra memoria” (Memoria 138). La memoria aparece, así, como ese lugar al que no podrán llegar los violentos.

Esa conservación de la memoria entre los wayúus se apoya en los yanamas, encuentros de 5 días para recordar lo sucedido el día de la masacre. Son días en los que comparten memorias y testimonios, recorren los sitios que fueron escenarios de la violencia porque, dicen, así están nuevamente en el territorio, recordando a los muertos, estando junto a ellos y oyendo a los viejos contar cómo era la vida cuando no habían llegado por allí los violentos. Es un encuentro con el pasado. Se recuerda en las visitas a las casas abandonadas, algunas con grafitis amenazantes o al regresar a los viejos caminos y a los cementerios abandonados.

No se trata solo de un ritual nostálgico, al regresar cada año en la fecha aniversario de la masacre resignifican el lugar como parte de un proceso que deberá culminar cuando vengan a habitarlo, contra lo que fue y sigue siendo el propósito de los asesinos, dispuestos a apoderarse del lugar, que es punto clave para las actividades de contrabando, de tráfico de drogas y de dominio narcotraficante.

La dinámica política del recuerdo

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Hay una dinámica política de la memoria que las víctimas están descubriendo.

En el oriente antioqueño los reclamos de justicia, de tierra, de autonomía, no se han quedado en discursos. Un ejercicio de ciudadanía, consciente y responsable, se manifiesta en numerosas redes de relaciones y en el fortalecimiento de sus relaciones, una transformación más notoria en las organizaciones de mujeres, las guardianas de la memoria por antonomasia.

El grupo de Hijos e hijas por la Memoria y contra la Impunidad se ha propuesto potenciar esa posibilidad política del sufrimiento y de la memoria: “cuestionamos el encasillamiento de las personas en la clasificación de víctimas”, afirman en su Memorial del presente. “Quienes son víctimas deben hablar como actores e interlocutores políticos”. Es la tarea que, según ellos, les corresponde a quienes, como guardianes de la memoria de los muertos, deben mantener vivos sus proyectos, sus propuestas, sus sueños.

Es la memoria elevada a la categoría de fuerza que impulsa el presente hacia el futuro; es una vigorosa interpretación del Nunca más. Fue la idea que presidió la conmemoración en 2007 y 2008 por la masacre de Caño Sibao. Los habitantes de El Castillo, Meta, no supieron en los primeros minutos si había llegado un circo o un festival publicitario al pueblo ese 3 de junio de 2007, cuando se cumplía un nuevo aniversario de la muerte de cinco funcionarios municipales: alcalde, exalcaldesa, tesorera, coordinador y chofer, todos ellos asesinados por los paramilitares, por su condición de militantes de la Unión Patriótica.

Entender el presente con los datos de la memoria, para construir el futuro

Unos hombres con zancos y vestidos como presos tocaban tambores; junto con grandes carteles y fotografías y un gran grupo que cantaba, con acompañamiento de tambores, los nombres de los cinco asesinados, para después tocar una marcha fúnebre.

Así ocurrió en otros eventos de conmemoración: más allá del recuerdo triste y de derrota, se le ha dado a la memoria el papel de promotora de un futuro que las decisiones políticas del presente deben promover y apresurar.

Así la memoria no solo combate el olvido o rechaza la manipulación de los hechos y de los silencios; más que eso aspira a enmendarle la plana a la historia que pretenden escribir los criminales; por eso amplía la esfera y saca el hecho violento del ámbito restringido de la víctima y lo vuelve asunto de toda la ciudadanía.

La memoria, guardiana de la verdad

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Son manifestaciones culturales que tienen la intención de mantener intacto el nombre de las víctimas y activar un espacio de lucha política

Esa acción política reclama, ante todo, el derecho a la verdad. Los asesinos no solo quitan la vida a las personas, reclaman, además, la soberanía sobre la verdad, para ocultarla, mutilarla, desfigurarla o volverla instrumento a su servicio.

Las Madres de la Candelaria les disputan esa pretensión y se han propuesto mantener la memoria de sus muertos y proclamar a todos los vientos la verdad de los hechos.

Para los transeúntes que pasan por el frente de la iglesia de la Candelaria, en Medellín, los viernes o los miércoles al mediodía, el espectáculo es desgarrador y memorable: unas amas de casa gritan por turnos, para quien quiera oírlo, que si vivos se los llevaron, que vivos los devuelvan. Los gritos se imponen sobre el ruido del tráfico a esa hora y es inevitable detenerse para ver esos cartelones con la imagen de los secuestrados o de los desaparecidos. Sus gritos, es seguro, no conmoverán a los secuestradores o desaparecedores ni a quienes los patrocinan, pero conjuran el olvido, que es la otra forma de morir.

El 17 de marzo de 1999 un pequeño grupo que llevaba las fotografías de gran tamaño de sus secuestrados y desaparecidos se reunió en el atrio de la iglesia para hacerse ver y hacer ver su sufrimiento. Desde ese día el parque de Berrío cambió su nombre y comenzó a llamarse el parque de las mujeres tristes. La presencia en ese lugar público fue conjuro contra la indiferencia, hermana del olvido.

Durante los años que siguieron estas mujeres se han convertido en una activa memoria de la sociedad. Se sientan en las gradas del atrio, unas al lado de las otras, sin preguntarse si las hicieron víctimas los guerrilleros, los paramilitares, los militares, los narcotraficantes. Esas son categorías subalternas ante el único título que allí importa: todas son víctimas.

Esa es la verdad primera, después vendrán otras: la verdad de lo que sucedió con los suyos, las razones que hubo para matar, secuestrar o desparecer. Ellas le han apostado a la no violencia y a un proceso de reconciliación, objetivo que resulta sorprendente cuando se enuncia cerca del pendón de la familia Toro, que perdió a cinco de los suyos, los que aparecen en las fotos que ahora se mueven en el pendón, agitadas por el viento tibio de la tarde. ¿También quieren la reconciliación estas mujeres de la familia Toro? Sí, ellas están aquí porque no quieren que esa historia se repita, y saben que el camino es el de la reconciliación. La contundencia de los hechos, revividos por la memoria, las lleva a esa conclusión.

Una mujer del oriente antioqueño lo explicó de modo inmejorable: “a mí me parece que la esposa de un guerrillero igual siente el dolor que yo siento, y si es la de un militar, también; entonces los dolores son iguales o sea que ahí no habría diferencia porque todos somos seres humanos y todos fuimos creados por mi Diosito” (Memorias, 73).

Esta serena y magnánima aceptación de los hechos explica por qué la memoria es vista “como un prerrequisito propio de los procesos de reconciliación ciudadana” (Memorias 237). Al fin y al cabo la memoria da comprensión de la historia.


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Dejaron de sufrir a solas y abrieron puertas y ventanas para compartir recuerdos

 

La memoria, jueza

En otros casos la memoria está actuando como una jueza sabia y sanadora. Los jueces están acogiendo una petición frecuente de reparación a través de los perfiles. No parece haber mucha relación entre un perfil y una reparación, pero hay que verlo.

Este fue el caso de un hombre, conductor de bus, que fue asesinado por los paramilitares porque, según ellos, era un auxiliador de la guerrilla. Las protestas de la familia, como en innumerables casos, no solo eran por su muerte sino por esa atmósfera de sospecha creada por los asesinos: ¿era un infiltrado de la guerrilla? ¿Recibía órdenes de los guerrilleros? ¿Se había ganado su muerte por vendido?

Fueron preguntas que, una tras otra, respondió el perfil que los investigadores elaboraron. Los testimonios, esa voz de la memoria, descubrieron un personaje entrañable: todos los días, al cubrir su ruta, el busetero convertía el trayecto en una viva lección de alegría de vivir y de solidaridad. ¿No tienes para el pasaje? Sube, que el camino es largo. ¿Qué no tienes el pasaje completo? Adelante. Muchas veces el viejo bus fue coche fúnebre para sacar los muertos y a sus parientes hasta la iglesia. En medio de ese hacer el bien sin mirar a quién es probable que transportara guerrilleros apurados, pero es muy cierto que él y su bus entraran en el corazón de todos. Y esa fue la figura amable que la memoria de la gente hizo emerger el día en que la familia, reunida y al borde de las lágrimas, escuchó la lectura del perfil.

Viéndolos sonreír entre lágrimas de emoción fue evidente que la memoria había cumplido su papel de juez sereno y justo.

Esto es lo que están encontrando numerosas víctimas en todo el país: cuando todo falla: jueces, medios de comunicación, pueblos intimidados, es la memoria la que recupera las imágenes que la violencia pretendió destruir.

centraldereservasEse poder restaurador, más efectivo que el de las armas para destruir, es el que invocan las gentes pobres que en Puerto Berrío adoptan a los NN, sin pasado y sin nombre, que llegan flotando por el río. Los espontáneos tutores les dan su propio nombre y su historia y los liberan del olvido perpetuo. Lo mismo hace en Riohacha desde hace 40 años una mujer solitaria que se hace cargo de los muertos anónimos para que no caigan en el pozo sin fondo de los olvidos.

Esta gente sencilla lo tiene muy claro: la memoria es vida, aun y sobre todo, en los terrenos de la muerte. Lo decía la líder wayúu Rosa Epinayú: “nosotros morimos 3 veces: la primera en nuestra carne; la segunda en el corazón de aquellos que han sobrevivido y la tercera en la memoria, que es la última tumba”.

Colombia, por tanto, puede ser vista hoy como una nación en lucha contra el olvido y en busca de la vida ineficiente que da la memoria.

Javier Darío Restrepo

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