‘Mandarinas’: hijos de la muerte

Fotograma de 'Mandarinas'

J. L. CELADA | Lejos de su país, un anciano estonio fabrica cajas de madera para ayudar a su vecino y compatriota en la recolección de mandarinas. Son los únicos (y los últimos) moradores de una zona que se disputan Georgia y la república autónoma de Abjasia. Corre el año 1992 y, en plena guerra civil, sendos combatientes –un soldado georgiano y un mercenario checheno– caen heridos en sus tierras. Su humilde casa será el improvisado hospital de campaña donde ambos tratarán de recuperarse al calor de un anfitrión que no entiende de fronteras.

Cuatro personajes obligados a convivir; una plantación de cítricos en un paraje remoto de la Europa del Este, convertida en escenario del enésimo conflicto del siglo XX; y la oportunidad de que enemigos irreconciliables, hijos de la muerte, se sienten a la misma mesa. Es cuanto necesita Zaza Urushadze para extraer todo el zumo a las Mandarinas que dan título a su último trabajo, una historia que hace de la economía narrativa y la sobriedad formal dos excelentes cimientos sobre los que levantar este nuevo alegato antibelicista.

Fotograma de 'Mandarinas'Las situaciones que depara el (des)encuentro entre contrarios, a menudo un tanto absurdas, apenas nos permiten conocer los motivos de su lucha. Pero sí desnudar la sinrazón de argumentos caducos que todavía hoy justifican no pocos enfrentamientos armados: el carácter sagrado de la venganza, el derecho a matar que otorga el estado de guerra… La cálida acogida que nuestro protagonista dispensa a sus jóvenes huéspedes, con independencia de su origen o credo, constituye un inmejorable punto de partida para desmontar tales ideas trasnochadas y ofensivas.

Sin embargo, su hogar, con las normas que lo rigen (“nadie mata a nadie bajo mi techo, a menos que yo lo diga”, advierte inflexible), será testigo también de cómo ciertas palabras –no solo las de honor– recuperan el verdadero sentido que nunca debieron perder. A medida que cicatrizan las heridas físicas, dar las gracias o pedir perdón adquieren otra dimensión, necesaria para sanar los golpes y rasguños emocionales. Claro que la posibilidad de emplear las tablas de las cajas de frutas para construir un ataúd no se desvanece de un día para otro.

Hace más de una década, Danis Tanovic concebía una brillante comedia negra en la que imaginaba a un bosnio y a un serbio atrapados En tierra de nadie (2001) ante la atónita mirada del mundo y del casco azul de la ONU encargado de su vigilancia. Todo ello sucedía en los Balcanes, en el corazón del Viejo Continente, casi por las mismas fechas en que la periferia rusa se teñía de sangre a costa de episodios como el que nos relata Mandarinas.

Si entonces era el humor la válvula de escape frente a semejante despropósito, aquí el realizador georgiano apuesta por la contención, las atmósferas tensas y una conmovedora declaración de fe en el ser humano como antídoto contra la barbarie. Aunque no resulte fácil brindar por la vida cuando las circunstancias sugieren lo contrario, siempre quedarán gente y películas que nos inviten a ello. No desaprovechemos la ocasión de hacerlo.

FICHA TÉCNICA

Título original: Mandariinid.

Dirección y guión: Zaza Urushadze.

Fotografía: Rein Kotov.

Música: Niaz Diasamidze.

Producción: Ivo Felt.

Intérpretes: Lembit Ulfsak, Elmo Nüganen, Giorgi Nakashidze, Misha Meskhi, Raivo Trass.

En el nº 2.940 de Vida Nueva

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