Las procesiones del Cristo Moreno

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La devoción al Señor de los Milagros y la identidad religiosa del pueblo peruano

Los ríos de gente que transitan por las calles del centro de Lima se tornan caudalosos y de tonalidades moradas, en la medida que se aproximan al paso del Señor de los Milagros, que en andas recorre sus avenidas principales. No es tiempo de Cuaresma y aún no ha llegado el Adviento –los tiempos litúrgicos en los que se utiliza el color morado, en señal de penitencia–, tampoco se trata de una procesión de Semana Santa como las de Sevilla, en España, o las de Popayán y Mompox, en Colombia. No obstante, durante el mes de octubre y hasta inicios de noviembre, en la capital de Perú nadie parece indiferente a las actividades y a las multitudinarias peregrinaciones de los devotos del Cristo Moreno (o Señor de los Milagros) que veneran su imagen y acompañan las procesiones: las calles se engalanan con pancartas moradas que rinden tributo e imploran bendiciones, el tráfico vehicular cede su espacio a miles de devotos –muchos de los cuales visten prendas de color morado–, y el ambiente se torna sacro y festivo al mismo tiempo, con un inconfundible hálito de religiosidad popular de más de tres siglos y medio de existencia.

Cerca de las 5:30 de la tarde del sábado 1º de noviembre, el último día de celebraciones en honor al Señor de los Milagros, en la esquina de la avenida Tacna con Emancipación, a unos cuantos pasos de la estación del Metropolitano –sistema de transporte público de Lima– y a pocos metros del monasterio de las Carmelitas Nazarenas –la “casa” de la venerada imagen–, un caudal de creyentes sin distinción de origen, etnia, edad ni condición social se abarrotaba esperando pacientemente el paso de la procesión del Cristo Moreno.

Una joven de mediana estatura verificaba en su celular, a través de la aplicación Señor de los Milagros App, a qué distancia se encontraba el santo lienzo que venía en procesión, cargado por 32 miembros de la Hermandad del Señor de los Milagros y precedido por un centenar de cantoras y sahumadoras. “Ya se encuentra en el jirón Chanzay”, anunció a su mamá y a su hermana. Una señora que se empinaba para vislumbrar la aparición de la imagen, en medio de la muchedumbre, contaba a un turista que desde niña su mamá siempre la traía a la procesión. Un par de enamorados se tomaban de las manos y oraban con los ojos cerrados. Un vendedor ambulante fracasaba en su esfuerzo de vender llaveros con la efigie. 

Cuando la imagen se aproximó, un volador de caña irrumpió el silencio orante de la masa. Entonces un señor de baja estatura, vestido de “traje de gala”, corbata morada y portando una insignia que lo identificaba como miembro de una de las cuadrillas de la Hermandad, levantó su voz y sus manos diciendo: “Hermanos y hermanas, oremos al Señor de los Milagros, al Cristo Moreno, al Cristo de Pachacamilla, para que nos bendiga e interceda por nosotros y nuestras familias”, y enseguida invitó a todos los que se encontraban en el lugar para que se unieran a la oración del Padrenuestro. El lienzo se detuvo en la esquina. Tras el sonido de una campanilla los cargadores simularon un saludo a la multitud, a modo de venia, como si el Señor de los Milagros se estuviera despidiendo de sus devotos para entrar en su morada, en la iglesia de las Nazarenas, hasta las procesiones del próximo año.

Jesús Inestroza, quien desde hace 20 años hace parte de la Hermandad del Señor de los Milagros, explica que “somos apropiadamente 5.000 y estamos organizados en 20 cuadrillas de cargadores, cada una tiene su propio jefe o capataz”. También añade que “cargar al Señor de los Milagros es un honor y es una fuente de bendiciones para quien ingresa a la Hermandad después de un tiempo prudente de preparación. Cada año nos preparamos con retiros espirituales, reuniones y procuramos ser testigos del amor de Cristo por la humanidad”. En su relato y con su inconfundible semblante afroperuano, Jesús evoca los antecedentes que dieron origen a una de las mayores devociones populares de América Latina.

La Virgen de la nubeseñordelosmilagros

El lienzo del Señor de los Milagros que sale en procesión durante el “mes morado” en Lima es, en realidad, un doble lienzo. Por un lado está la réplica del milagroso Cristo crucificado que se encuentra en la iglesia del monasterio de las Carmelitas Nazarenas, y en el otro se observa la imagen de la Virgen de la nube, advocación de origen ecuatoriano que llegó a Perú a través de la madre Antonia, fundadora del monasterio, quien trajo la imagen en el siglo XVII. En Perú, como en América Latina, la devoción a la virgen María se encuentra en el corazón de la religiosidad del pueblo.

 

Historias de terremotos

Se cuenta que hacia el año de 1650, en el barrio limeño de Pachacamilla, un grupo de negros procedentes de Angola conformaron una cofradía y levantaron una tosca ramada para sus reuniones en el solar donde hoy se encuentra la iglesia del monasterio de las Carmelitas Nazarenas. De acuerdo con la tradición, un esclavo llamado Benito pintó en una pared de adobe –que actualmente corresponde al altar mayor de la iglesia– una imagen de Cristo crucificado para presidir sus encuentros.

El 13 de noviembre de 1955, las ciudades de Lima y Callao fueron estremecidas por un terremoto que derrumbó viviendas y templos, ocasionando miles de damnificados y víctimas mortales. También el barrio de Pachacamilla sufrió el rigor del sismo. Todas sus edificaciones quedaron en ruinas y las paredes del local de la cofradía colapsaron, excepto el débil muro de adobe donde se encontraba la pintura de Cristo en la cruz: quedó intacta y sin fisuras. Pronto el lugar se tornó en epicentro de culto popular, bajo la advocación de El Señor de los Milagros y a pesar de las resistencias del párroco de San Marcelo, quien no dudó en buscar los medios necesarios para que el muro fuera demolido, a fin de evitar actos profanos. El título de Cristo Moreno se lo atribuyeron sus mayores devotos: el pueblo afroperuano. Asimismo, los testimonios de curaciones milagrosas no se hicieron esperar.

En 1687, cuando un nuevo terremoto sacudió a la ciudad de Lima, Sebastián de Antuñano mandó a hacer un lienzo con la copia del Cristo que se encontraba en el muro y lideró la primera procesión por las calles de la ciudad para atraer bendiciones a través del Cristo milagroso. Cincuenta años después, al conmemorarse el primer aniversario del terremoto del 28 de octubre de 1746, se inició la costumbre de salir en procesión con la imagen cada 28 de octubre, recorriendo calles, templos, monasterios y viviendas. Este es el origen del mes morado, llamado así por la hegemonía del color penitente durante las festividades de El Señor de los Milagros y, particularmente, durante los días en los que se llevan a cabo las procesiones (4, 18, 19, 28 de octubre y 1º de noviembre).

Más de 350 años de devoción y de procesiones hacen del Cristo moreno uno de los símbolos emblemáticos de la identidad religiosa del pueblo peruano, que año tras año participa en las procesiones y depositan en él sus afectos y necesidades. No en vano estas tradicionales procesiones están catalogadas entre las manifestaciones religiosas católicas más numerosas del mundo, en las que fácilmente se convocan 10.000 personas en cada uno de sus recorridos.

El verdadero milagro

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En su libro Pachacámac y el Señor de los Milagros (1992), la historiadora María Rostworowski Díez escribió, a propósito de la periódica procesión, que “entre las apretadas filas de sus fieles todas las razas del Perú se hermanan y unen en una misma fe, en una misma oración. El Señor une en su culto a indios, negros y blancos. He ahí su verdadero milagro, la esencia de su fuerza y del respeto cada vez mayor que el pueblo le tributa”.

Como muchas devociones de América Latina, el Cristo Moreno representa el favoritismo de Dios por los marginados y los excluidos de la sociedad. Unas veces han sido los indígenas, como san Juan Diego Cuauhtlatoatzin en el cerro de Tepeyac, donde se originó la devoción a Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de México y de América Latina; otras veces han sido los pescadores pobres, como Domingos Garcia, João Alves y Filipe Pedroso, en Puerto Iguaçu, donde encontraron la imagen negra de Nuestra Señora de Aparecida, patrona de Brasil; otras veces han sido campesinos o gente del pueblo, como María Ramos en Chiquinquirá, donde se renovó el cuadro de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, patrona de Colombia. También los afroperuanos tienen su Cristo Moreno, pintado por un esclavo angoleño, como signo inefable de que el Dios que derriba del trono a los poderosos es el mismo que eleva a los humildes, porque la ciudadanía del Reino de Dios les pertenece.

Óscar Elizalde Prada

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