Tribuna

Dos reflexiones menores

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cardenal Gianfranco RavasiGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“Nadie vive solo para sí mismo y nadie muere solo para él y por él. Nunca se pertenece exclusivamente a uno mismo…'”.

“Entre dos palabras hay que elegir siempre la menor”. Me parece significativa esta frase del Tel quel de Paul Valéry, sobre todo en nuestros días, en los que domina el grito y lo excesivo. En parte por ello, no he sido capaz de entender la agitación de algunos comentarios sobre la muerte de Lucio Magri, declamada incluso como una “señal de civilización de la vecina Suiza” por parte de los habituales que, entre las palabras, eligen siempre la más vulgar.

He evitado responder a los no pocos periodistas que insistían en conocer mi valoración sobre este suceso, amargo y dramático no solamente por su resultado terminal, sino también por el precedente largo halo de soledad, causado por la pérdida de la mujer amada, y de depresión; halo oscuro que había acompañado aquel viaje extremo para “ganarse” la muerte.

Son, sin embargo, muchas, complejas, delicadas –y, por tanto, “menores”– las palabras que querría escribir en torno al tema enorme de la vida y de la muerte, palabras que no cabrían en los cuatro mil caracteres de esta página. Haré, pues, solo dos reflexiones “menores” y generales sobre la vida.

La vida no es producida por el sujeto, es un “dato” recibido, un “don” que tiene en sí su naturaleza prefijada, su estructura constitutiva y dinámica. Es, desde luego, un bien disponible en no pocos de sus aspectos, también porque está puesto a disposición de una criatura libre.

Pero, al mismo tiempo, tiene una dimensión “indisponible” en su estructura radical, hecha de nacimiento-crecimiento-muerte. De hecho, ya es común la reacción a toda tentación eugenésica o a toda cancelación legalizada (por ejemplo, la pena de muerte). El principio de los Mandamientos de “No matarás” es así connatural, y la religión solo puede connotarlo de valores añadidos. Hay, por tanto, un ser en sí mismo, un objetivo autoofrecimiento de la vida humana que la hace no del todo inmanente a la libertad del individuo.

Para el creyente, este aspecto ad extra se refiere al Creador. Para el “laico” será, sin embargo, la naturaleza que nos supera, nos precede y nos sigue; dentro de ella podemos actuar e intervenir, pero sin reconducirla totalmente a la subjetividad del arbitrio individual.

Nadie vive solo para sí mismo
y nadie muere solo para él
y por él. Nunca se pertenece
exclusivamente a uno mismo.

Nuestra cultura, llamada precisamente “inmortal” o “posmortal”, ha perdido todas las referencias a esta trascendencia de la existencia, a la “otra cara de la vida respecto a la que está dirigida a nosotros”, como decía Rilke, y confía solo en lo inmediato, en la técnica que, apresuradamente, juzga y resuelve la vida y la muerte.

No obstante, Albert Einstein estaba convencido de que “ser conscientes del lado misterioso e indisponible de la vida es el más bello sentimiento que podamos probar: está en las raíces de todas las artes y de todas las ciencias verdaderas”. A esta reflexión primaria hay que añadir después otra igualmente fundamental: toda vida tiene dentro una dimensión social, por lo que el individualismo exasperado es, en realidad, una enfermedad de la persona. Esta es, por naturaleza, abierta al prójimo y, por tanto, implicada con él.

Resultan inolvidables los versos del gran John Donne: “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad; por tanto, no preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”. Nadie vive solo para sí mismo y nadie muere solo para él y por él. Nunca se pertenece exclusivamente a uno mismo; la vida, precisamente por la red de relaciones que entreteje y que le dan forma, nunca es solo y totalmente mía, dirigida por una ley propia exclusiva y gestionada con normas subjetivas. La libertad del individuo es un valor altísimo y radical, pero se ejercita en equilibrio con las relaciones con los demás.

La vida y la muerte, por tanto, no son realidades fácilmente restringibles en un esquema simplificado, no se reducen para el hombre y la mujer a un mero evento biológico o a un puro acontecimiento individual o psicológico. Cuanto más nos internamos en él, más nos damos cuenta de su calidad “simbólica”, capaz de “juntar” (syn-ballein) dimensiones diferentes que no pueden ser enseguida esquematizadas según el ritmo binario de la técnica.

El agnóstico ruso Vladimir Nabokov, en Pálido Fuego (1962), al final reconocía que “la vida humana es una serie de notas a pie de página de una inmensa y oscura obra de arte”.

En el nº 2.830 de Vida Nueva.