La familia ante el suicidio

Nadie desea pasar por la pena de perder a un ser querido, y menos cuando la causa de esta pérdida es una muerte por suicidio. El suicidio es una realidad que irrumpe en la vida de una familia de manera drástica similar a una bomba que estalla en el centro de una casa: todo se destruye, los cimientos se tambalean y aquello que ofrecía seguridad deja de tener consistencia, todos quedan afectados por esta situación, aunque paradójicamente cada miembro de la familia sienta que su sufrimiento es tan grande que nadie lo puede entender y entonces se experimenta una soledad abismal.

Como afirma Michel Delage “Suele ocurrir que el medio familiar, aún conmocionado por una catástrofe, desempeña una función “terapéutica”. Hay maneras de ayudar, solidaridades que atenúan los sufrimientos individuales, que movilizan recursos capaces de orientar a la familia en una dirección positiva a pesar del drama sufrido… la familia es el lugar más apropiado para curar las heridas”.
Sin embargo, aunque es deseable que una familia duramente golpeada por el trauma de un suicidio se una codo a codo, y logren acogerse mutuamente dándose fortaleza, lo cierto es que esto no es tan fácil y lo que vemos en ocasiones es todo lo contrario: las separaciones de los padres que han perdido un hijo tienen un alto porcentaje; muchos hermanos deciden salir del hogar cuanto antes y a los familiares del núcleo más amplio les es difícil mantenerse presentes pues se respira un ambiente de tensión, culpa y desolación.  La red afectiva que sostiene la unidad familiar se rompe y se experimenta una inseguridad vital que lleva a la familia al caos y al desconcierto.
Dos caminos de mayor sufrimiento pueden transitar estas familias que son golpeadas por la realidad del suicidio, el primero es exagerar los lazos de afecto, en donde el apego que siempre es importante en la vida de las personas se convierte en un vínculo sobre protector que lleva a no poder tomar distancia de lo ocurrido. Se experimenta la fantasía de la cápsula de la invulnerabilidad donde estando juntos nunca más volverán a sufrir, evitando la sana toma de distancia de lo ocurrido y los intentos de reinicio de los proyectos vitales de cada quien. Y el otro, no menos doloroso y paralizante, es en donde se inhiben los vínculos y se bloquea la búsqueda de afecto y apoyo. En este sentido cada persona puede pensar que es mejor no hablar de la situación, no nombrar a quien murió ni pensar en motivos que lo llevaron al suicidio -que siempre son múltiples y complejos- como tampoco nombrar siquiera la palabra culpa o culpables. Se instalan acuerdos tácitos que llevan poco a poco a mayor soledad y sufrimiento.
En la situación actual en donde las cifras de suicidio aumentan día a día se hace urgente pensar en fortalecer los vínculos de apego seguro al interior de las familias, en donde se propicien espacios de diálogo franco y sereno que permitan ver que la vida está entretejida por los conflictos y las crisis. Se hace fundamental descubrir el valor del esfuerzo cotidiano para alcanzar metas de tal manera que la alternativa ante los sufrimientos y pérdidas no sea dejar de vivir sino luchar por vivir, fortalecerse y aprender. Este es un camino hacia procesos resilientes. Es decir, hacer procesos de superación de la adversidad reconstruyendo el tejido familiar y reinventado la vida sin la presencia física del ser querido y al mismo tiempo sin negar todo lo bueno compartido y vivido.
La resiliencia se constituye en una llamada a ver con ojos nuevos aquello que siempre ha estado allí, la acción propia de Dios, (Juan 10,10) “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. De tal modo que la persona en esta actitud de fe resiliente descubre esa fortaleza que procede de Dios no como algo externo sino como un don. En esto radica el proceso resiliente en que la persona no se queda fijada en la causa de su sufrimiento buscando culpables y razones sino que es movida a un fortalecimiento interior que San Pablo llama constancia y podríamos entenderlo como resistencia en la actitud de lucha, y esta conduce a la virtud probada que es la paciencia activa y confiada en el Dios de la vida y en última instancia lleva a la esperanza y la transformación en el amor. VNC

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