¿Qué hace la Iglesia frente a la crisis?

(Vida Nueva) La actual coyuntura económica en nuestro país reclama soluciones a nuestros políticos, pero ¿qué se puede y qué se debe esperar de la Iglesia?

No podemos quedarnos impasibles

(Francisco Güeto Moreno– Presidente General de la HOAC) En el tema de la crisis económica, recesión, o como queramos llamarlo, ocurre como con el cuento del lobo, que hasta que no le vemos las orejas no le prestamos la mas mínima atención. Cuando aparecen las dificultades es cuando vienen las lamentaciones.
Durante más de una década de bonanza económica, diferentes estamentos y organizaciones, los sindicatos, el Departamento de Pastoral Obrera de la CEAS y la HOAC, hemos llamado la atención sobre las grandes dificultades que vivía el Mundo Obrero: paro, pobreza, marginación y exclusión social; flexibilidad, precariedad y malas condiciones de trabajo; dificultades de las familias obreras y problemas para la educación; las dificultades que sufren las mujeres del Mundo Obrero y las condiciones de vida y trabajo de los inmigrantes.

El esplendor de los grandes beneficios y de la especulación, el dinero, la felicidad del consumo y del sálvese quien pueda, de la cultura dominante, impedían ver el bosque de la situación sufriente de muchas personas que viven un auténtico calvario: parados de larga duración, trabajadores precarios, familias monoparentales, salarios de miseria que impiden a los jóvenes un futuro, familias rotas por los accidentes laborales, etc.
En cambio, se daban los parabienes a los grandes beneficios, de los que los únicos beneficiarios han sido y siguen siendo los especuladores, los bancos y muchos empresarios, al tiempo que se iban mermando las prestaciones sociales y empeorando las condiciones de trabajo. Nuestra denuncia constante ha caído en saco roto.

Ha llegado la crisis, que necesita el propio sistema capitalista de producción y consumo para su subsistencia y, lógicamente, nadie tiene la culpa; ni los especuladores, ni los bancos, que siguen pavoneándose de grandes beneficios, ni los empresarios, ni los gobiernos que han favorecido la economía neoliberal sobre la  economía del bien común. Las consecuencias recaen sobre los de siempre, los más empobrecidos. Porque al especulador lo protegen las leyes que le permiten blanquear su dinero. El banquero siempre gana. Y también gran parte de los empresarios, que consideran que lo que han ganado con el sudor y sacrificio de los obreros es sólo suyo y de los accionistas, que han invertido el dinero que les sobra. Por tanto, el trabajador a la calle, según las leyes elaboradas en tiempo de vacas gordas para desproteger cada vez más al trabajador. Y en la lógica capitalista, ahora toca de nuevo a los más pobres aguantar el chaparrón: despidos, las angustias de quedarse literalmente en la calle por no poder pagar la hipoteca, frustración de muchos jóvenes al no poder formalizar una familia, familias con grandes carencias, inmigrantes que tras exprimirlos les echamos (muchos de ellos sin papeles, en la economía sumergida, sin derecho a subsidio de desempleo).

Desde los principios de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), ninguno de los miembros de la misma podemos quedar impasibles ante esta situación que va en contra de los planes de Dios respecto al hombre y la mujer. La persona y su dignidad son más importantes que los beneficios, la competitividad, la rentabilidad… El trabajo es un derecho de toda persona, los salarios y las condiciones de trabajo han de permitir una vida y unas condiciones dignas para el desarrollo de la vida familiar del trabajador y de su familia. La vida de la persona es sagrada, por lo que se ha de atajar de raíz la siniestralidad laboral.

Los miembros de la Iglesia, en estos momentos de sufrimiento de muchas personas, tenemos que juzgar a la luz del Evangelio y desde la DSI estas situaciones, provocadas a conciencia por un sistema injusto que necesita que haya pobres y marginados para subsistir. Tenemos que solidarizarnos, encarnarnos con ellos, para junto a ellos denunciar y proponer soluciones de justicia. Desde la HOAC, en la preparación de su XII Asamblea General, así lo queremos reflexionar y comprometernos. Sabemos de seglares militantes, de algunos sacerdotes y obispos (Málaga, Sigüenza-Guadalajara…) que lo están haciendo. Los obispos, la Pastoral Obrera y los movimientos apostólicos en el Mundo Obrero, los laicos, toda la Iglesia estamos llamados por el Espíritu de Jesús a evangelizar a los pobres de hoy día. Ello significa estar más atentos a la realidad sufriente y oprimida por la desigualdad injusta, la exclusión laboral, económica y social de tantos hermanos y hermanas nuestros, decir una palabra de denuncia y orientación evangélica, e implicarnos en acciones de solidaridad y ayuda.

La Iglesia, escuela de solidaridad

(Pedro José Gómez Serrano– Profesor de la Universidad Complutense y del Instituto Superior de Pastoral de Madrid) La crisis, desaceleración, recesión o estancamiento económicos -según las preferencias de los distintos autores- preocupa, con razón, a la sociedad española por diversos motivos. Algunos ven peligrar el aumento de su bienestar, otros se enfrentan a hipotecas impagables, muchos temen caer en la precariedad, especialmente, si pierden sus empleos, no pocos ven en peligro sus permisos de trabajo y residencia, si son inmigrantes. ¿Qué tiene que hacer la Iglesia en una situación como ésta? La respuesta a esta cuestión dependerá del posicionamiento ideológico de quien la conteste: para los laicistas, la Iglesia no tendría nada que hacer, porque la economía no es ámbito de su competencia; para los grupos sociales tradicionales, la Iglesia tendría que ayudar a paliar los efectos más negativos del deterioro económico; desde planteamientos creyentes más abiertos, éste sería el momento de mantener una actitud profética; para los sectores neoconfesionales, la Iglesia debería orientar la actuación de nuestros gobernantes.

Desde mi punto de vista, es preciso plantear bien la cuestión, antes de descender al terreno de las actuaciones concretas. En concreto, hay cuatro puntos de partida que admiten poca discusión:

1. La Iglesia no es el gobierno y, por consiguiente, su labor no puede consistir en sustituirle.

2. La Biblia no es un Tratado de Economía y, en consecuencia, ni desde ella ni desde la fe cabe encontrar soluciones inmediatas a los problemas económicos.

3. La fe es una experiencia que afecta a la totalidad de la persona humana y que, por tanto, puede iluminar también la realidad socioeconómica, desde una claves propias.

4. La Iglesia debe adoptar una actitud valiente, humilde y propositiva, para unir sus ideas y acciones a todas las que intenten gestionar solidariamente la crisis.

En el terreno de lo práctico, la Iglesia tiene que “meterse en economía” por fidelidad al Evangelio, dado que el criterio último de verificación del seguimiento es el “tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25), aunque desde una perspectiva que será necesariamente distinta a la de los empresarios, partidos, sindicatos o asociaciones de consumidores. Esto tiene mucha importancia porque en economía -y más aún cuando ésta atraviesa dificultades- hay que tomar dos decisiones fundamentales: a qué problemas vamos a dar prioridad, por una parte; y cómo se van a repartir los costes del ajuste (y
entre quiénes), por otra.

Así, uno espera que la Iglesia pida a los gobernantes que, en estos momentos, no se recorten los fondos sociales, los recursos dedicados a la cooperación internacional o a las inversiones públicas, y que evite la tentación de presionar para reducir los ingresos de los grupos más débiles (asalariados poco cualificados, autónomos y pensionistas) o haga recaer el peso del ajuste laboral entre los inmigrantes (con el peligro real de que las recesiones vayan asociadas al aumento de la xenofobia). Es momento también para defender la solidaridad interterritorial, que parece estar siendo sometida a cierta erosión en los últimos tiempos por la pugna entre las distintas Autonomías en el diseño de un nuevo modelo de financiación. Por el contrario, la Administraciones Públicas habrán de buscar otros ámbitos en los que ahorrar fondos, sabiendo que un déficit moderado puede tener plena justificación en períodos recesivos. Especialmente en las épocas
de crisis es conveniente mantener la progresividad fiscal, pues los más poderosos económicamente tienen siempre más posibilidades de reducir la carga impositiva. No parece muy justo permitir los grandes enriquecimientos en las épocas de bonanza (piénsese en el auge inmobiliario o bursátil) y socializar las pérdidas en los años de vacas flacas. La crisis demanda siempre más solidaridad.

Obviamente, será también misión de la Iglesia a lo largo de estos próximos años acompañar a las víctimas de la crisis actual a todos los niveles para que puedan defender sus derechos y para evitar que sufran un fuerte empeoramiento de sus condiciones de vida. Ciertamente, la Iglesia no puede resolver los problemas macroeconómicos, pero puede llevar a cabo pequeños gestos simbólicos -como los que hizo el propio Jesús en su tiempo- que alienten la esperanza y apunten en la dirección en la que debería moverse la acción política desde una perspectiva cristiana: cultivando el bien común frente a los intereses particulares y poniendo en el centro de la preocupación de los diferentes poderes públicos la situación de los últimos. Las comunidades cristianas deben ser un espacio de acogida, apoyo, búsqueda de soluciones y denuncia de los abusos para todos ellos. Pero también tendría que desarrollarse en su seno un tipo de discurso que suele escucharse poco: la llamada a vivir de un modo más sobrio y sencillo en un mundo que es finito y está devorando sus recursos; la invitación a ahorrar e invertir en actividades socialmente productivas aunque no sean financieramente muy rentables; la llamada a compartir lo que tenemos (dinero, conocimientos, empleo); la iniciación en el consumo responsable; la constatación de la oportunidad de fortalecernos con nuestra afiliación a los sindicatos; la conveniencia de participar mucho más en el movimiento asociativo y voluntario; siendo, en definitiva, una escuela de solidaridad.

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