Peregrino de la paz – Discurso del Patriarca Ecuménico de Constantinopla

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Discurso del Patriarca Ecuménico de Constantinopla Bartolomé

patriarcado-ecumenico-constantinopla“No tengan miedo, ya sé que buscan a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado, como había dicho. Vengan a ver el sitio donde yacía” (Mt 28,5-6).

Santidad y amado hermano en Cristo,

Beatitud, Patriarca de la Ciudad Santa de Jerusalén, muy querido hermano y concelebrante en el Señor, Eminencias, Excelencias, y muy reverendos representantes de diversas iglesias y confesiones cristianas, Queridos hermanos y hermanas:

Con admiración, emoción y veneración, nos encontramos ante “el lugar donde yacía” el Señor, el sepulcro vivificante del que resurgió la vida. Y glorificamos al Dios misericordioso, que nos ha hecho dignos a nosotros, sus siervos inútiles, de esta sublime bendición de peregrinar a este lugar donde se realizó el misterio de la salvación del mundo. “Qué terrible es este lugar: no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo” (Gn 28,17).

Hemos venido “a ver el sepulcro” (Mt 28,1), como las mujeres que llevaban mirra el primer día de la semana, y también nosotros, como ellas, escuchamos la exhortación del Ángel: “No tengan miedo”. Quiten todo temor de sus corazones, no duden, no desesperen. Esta Tumba irradia un mensaje de ánimo, de esperanza y de vida.

El primer mensaje y el más grande que sale de este Sepulcro vacío es que la muerte, nuestro “último enemigo” (cf. 1 Co 15,26), la fuente de todos los miedos y pasiones, ha sido vencida; ya no tiene la última palabra en nuestra vida. Ha sido derrotada por el amor, por Aquel que voluntariamente aceptó someterse a la muerte por los demás. Toda muerte a causa del amor, a causa de otro, se transforma en vida, en vida verdadera. “Cristo ha resucitado de los muertos, por la muerte, la muerte hollando; y a los que están en las tumbas la vida dando”.

Así pues, no teman a la muerte, pero no tengan tampoco miedo al mal, independientemente de la forma en que se presente en nuestra vida. En la Cruz de Cristo confluyeron todas las asechanzas del mal: odio, violencia, injustica, dolor, humillación –todo lo que sufren los pobres, los indefensos, los oprimidos, los explotados, los marginados y los ultrajados en nuestro mundo–. Sin embargo, tengan por cierto, todos los que son crucificados en esta vida, que, igual que en el caso de Cristo, la Resurrección sigue a la Cruz; que el odio, la violencia y la injustica no tienen ninguna salida; y que el futuro es de la justicia, del amor y de la vida. Por eso, hay que empeñarse en este sentido con todos los medios posibles de amor, fe y paciencia.

Además, hay otro mensaje que surge de esta venerable Tumba, ante la que nos encontramos en este momento. Es el mensaje de que no se puede programar la historia; que la última palabra de la historia no pertenece al hombre, sino a Dios. En vano vigilaron los guardias del poder secular esta Tumba. En vano colocaron una piedra muy grande bloqueando la puerta de la Tumba, para que nadie pudiera moverla. En vano hacen sus estrategias a largo plazo los poderosos de este mundo – todo está supeditado en último término al juicio y a la voluntad de Dios. Todo intento de la humanidad contemporánea de programar el futuro por su cuenta, sin contar con Dios, constituye una vana presunción.

Finalmente, esta Tumba sagrada nos invita a vencer otro miedo que es quizás el más extendido en nuestra época moderna: el miedo al otro, el miedo a lo diferente, el miedo al que sigue otro credo, otra religión u otra confesión. La discriminación racial o de cualquier otro tipo está todavía generalizada en muchas de nuestras sociedades contemporáneas;

y lo peor es que frecuentemente incluso impregna la vida religiosa de los pueblos. El fanatismo religioso amenaza la paz en muchas regiones de la tierra, donde incluso el don de la vida es sacrificado en el altar del odio religioso. En estas circunstancias, el mensaje de la tumba vivificante es urgente y claro: amor al otro, al diferente, a los seguidores de otros credos y de otras confesiones. Amarlos como a hermanos y hermanas. El odio lleva a la muerte mientras que el amor “expulsa el temor” (1 Jn 4,18) y conduce a la vida.

Queridos amigos:

Hace 50 años que dos grandes líderes, el Papa Pablo VI y el Patriarca Ecuménico Atenágoras, expulsaron el miedo; se liberaron del miedo que había prevalecido durante un milenio, un miedo que había mantenido las dos antiguas Iglesias, de Occidente y de Oriente, lejos una de otra, a veces incluso enfrentadas la una a la otra. Encontrándose en este lugar sagrado, cambiaron miedo por amor. Como sucesores suyos, siguiendo sus huellas y conmemorando su heroica iniciativa, aquí nos encontramos con con Su Santidad el Papa Francisco. Hemos intercambiado un abrazo de amor, si bien nuestro camino hacia la plena comunión en el amor y en la verdad (Ef 4,15) continúa, “para que el mundo crea” (Jn 17,21) que no hay otro camino para la vida sino el camino del amor, la reconciliación, la paz auténtica y la fidelidad a la Verdad.

Éste es el camino que todos los cristianos están llamados a seguir en sus mutuas relaciones –independientemente de la confesión a la que pertenezcan-, dando ejemplo al resto del mundo. El camino puede ser largo y arduo, incluso a veces puede parecer un callejón sin salida. Sin embargo, es el único camino que conduce al cumplimiento de la voluntad de Dios que quiere “que [sus discípulos] sean uno” (Jn 17,21). Esta voluntad divina abrió el camino recorrido por el guía de nuestra fe, nuestro Señor Jesucristo, que fue crucificado y resucitó en este lugar santo. A Él la gloria y el poder, con el Padre y el Santo Espíritu, por los siglos de los siglos. Amén.

“Queridos, amémonos los unos a los otros, ya que el amor es de Dios” (1 Jn 4,7)

25 de mayo de 2014, Jerusalén (Israel)