La fe de Juliana en el “desierto” del Carlos III

La religiosa que vino con Miguel Pajares a Madrid relata su dura experiencia

Juliana en su actual casa.

Juliana en su actual casa.

La fe de Juliana en el “desierto” del Carlos III [ver extracto]

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA | Como su querido Miguel Pajares, a quien acompañó hasta el final en Madrid, cuando este se convirtió en la primera víctima mortal del ébola fuera de África, Juliana Bonoha es una misionera que ha consagrado su vida al servicio de los demás.

Natural de Guinea Ecuatorial, esta religiosa de las Misioneras de la Inmaculada Concepción (MIC) ha pasado los últimos cinco años trabajando codo con codo con los Hermanos de San Juan de Dios, entre los que se contaba Pajares, y con otras dos de sus hermanas de congregación en el Hospital de San José, en Monrovia, capital de Liberia.

Allí, entre otras cosas, coordinaba el almacén del que se abastecían en el centro, repartiendo con maestría la ayuda que recibían del exterior a través de contenedores de ropa, comida y medicinas. Vivía con gozo una vocación que la llevó a recorrer varios países, empezando por España, a donde llegó en 1964, cuando Guinea aún era colonia española. Aquí completó el noviciado y ejerció distintas labores pastorales en Navarra. En 1980 volvió a Malabo, la capital de su país. Pero solo tres años después fue enviada a Togo, donde permanecería la siguiente década. De 1993 a 2004, volvió a Guinea, aunque a la parte continental. De aquí hasta su paso a Liberia, vivió en Camerún. Un dejarse llevar propio de tantos misioneros.

Hasta que, meses atrás, el destino se impuso con fuerza en su camino: la peor epidemia de ébola conocida hasta ahora (ya se registran 4.500 muertos y casi 9.000 contagiados, según la última estimación de la OMS) se cebó con fuerza en varios países de África Occidental. Entre ellos, Liberia. No quedó ajena Monrovia, ni su hospital. En unas semanas, entre abril y junio, sus 180 trabajadores no daban abasto ante la riada de infectados que llegaban solicitando una atención para la que no estaban preparados. El Gobierno se vio obligado a decretar el cierre del hospital; como del resto. Pero quedaron quince personas. De ellas, murieron nueve.

Pese al acoso de los medios, en la relativa tranquilidad de la residencia de sus compañeras de congregación en la madrileña calle de Ferraz, Juliana recuerda esos días de gran sufrimiento:

Aunque el centro no podía atender a nadie, nos quedamos algunos compañeros para estar con el hermano Patrick Nshamdze, religioso hospitalario y director del hospital, que además era el mayor conocedor de la enfermedad. No quisimos abandonarlo porque se había contagiado y estaba muy mal, aunque al poco cayeron también enfermos otros, como el padre Miguel y mis dos compañeras, Chantal Pascale y Paciencia Melgar.

Fue entonces cuando la familia de Pajares solicitó su repatriación a España. Petición que apoyó San Juan de Dios, que también medió ante el Ministerio de Asuntos Exteriores para que trajeran a otros miembros del equipo. Solo se aceptó que acompañara al religioso Juliana, por ser la única que no había dado positivo en ningún control. Rememora emocionada la religiosa:

Fue horrible. Miguel decía que no quería venir, que no podía dejar a su gente allí. A mí me ocurría lo mismo, nos dolía en el alma dejar a nuestros compañeros allí, enfermos. Mis hermanas me preguntaban si podrían venir o no… Si él se hubiera quedado, yo habría permanecido también allí, pero tenía que acompañarle.

Semanas más tarde, vendría también Paciencia, ya recuperada, a la que se trajo de urgencia para que donara plasma en el Hospital Carlos III a posibles afectados…

Una vez en Madrid, empezó otra etapa de gran dureza para Juliana:

Según bajábamos del avión medicalizado, nos trajeron directos al Hospital Carlos III. Aunque yo estaba bien, me tenían que dejar en observación, totalmente aislada, durante 21 días. Al poco, el 12 de agosto, me hicieron saber que Miguel había muerto… Sufrí muchísimo, pues ni siquiera pude verle ya.

 

Personal del Hospital Carlos III de Madrid.

Personal del Hospital Carlos III de Madrid.

Agradecida con el capellán

Pero, a lo largo de esas tres semanas, que Juliana califica de “desierto”, no estuvo sola. Contó con la cercanía espiritual de Enrique del Castillo, el capellán del Carlos III, que cada día la acompañó muy de cerca… pese a la distancia. Así lo revive él mismo: “Aunque no podía estar físicamente junto a ella, hablábamos a diario por teléfono y le hacía llegar todos los días la comunión”. Algo que Juliana, dos meses después, recuerda con mucha alegría:

Fue muy bueno conmigo. Hacía que me trajeran todo tipo de lecturas, desde el Evangelio hasta revistas del corazón [ríe]. Comulgar era muy especial. Cada día, a la hora del desayuno, una enfermera me traía en una cajita preciosa la Sagrada Forma. Siempre le estaré agradecida y, de hecho, he vuelto a visitarle estos días en el hospital.

Allí sigue Enrique, ofreciéndose cada día a quien le llame:

Estoy continuamente de guardia, rezando y dedicando las misas por la recuperación de Teresa Romero y por todos los que están en observación, como hice con los dos misioneros. No puedo dar el paso de dirigirme a nadie, pero todos saben que estoy allí, a la espera de poder acompañar a quien lo pida, como hizo Juliana. La Iglesia nunca se olvida de sus hijos.

Y él es ahora también testimonio de ese compromiso frente al ébola. De cara al futuro, Juliana está abierta a lo que la pidan desde su congregación:

Iré donde quieran. No sé si será a Monrovia o no, pero volveré a África seguro. Mi sueño es que nuestro continente levante al fin la cabeza.

Y es que, asegura, son muchos los dramas que esconde la pobreza y de los que el ébola es su último y cruento reflejo:

Liberia es un país que ha sufrido 11 años de guerra civil, pero ni entonces se cerró el hospital. En cambio, ahora, esta enfermedad se lo ha llevado todo por delante.

 
Y dejando a muchos indefensos. Como siempre, cebándose en los que ya lo eran antes:

Me duele mucho la situación de los huérfanos, que se cuentan por miles. Y, encima, por la mentalidad de muchas personas allí, los acusan de brujos, al ser los únicos que han sobrevivido. Les culpan de haber traído ellos el ébola y los quieren linchar.

Un drama al que los salesianos están intentando poner freno en Monrovia, adaptando una escuela como centro de acogida y protección para decenas de estos niños, abandonados y culpados como chivos expiatorios.

En Monrovia o en cualquier otro rincón de África, Juliana será una de tantas misioneras que entregan su vida para contagiar en sus sociedades el virus que más esperanza puede otorgar: la dignidad. Aunque, como a tantos hermanos junto los que ha dado todo, le cueste la propia vida.

 

Apoyando lo poco que queda

En la residencia madrileña de las Misioneras de la Inmaculada Concepción, una de las personas que más acompañan a Juliana Bonoha es Javier Marty, miembro de la Fundación Signos Solidarios (FSS), nacida en 2010 con el apoyo de la congregación. En estos días de locura, media con las constantes llamadas de los medios de comunicación que quieren hablar con ella y con la hermana Paciencia Melgar. Pero su labor, ahora interrumpida, va mucho más allá: “La fundación apoya numerosos proyectos en varios países de África. En Monrovia, gracias a la labor de Paciencia y de la fallecida Chantal Pascale, teníamos dos proyectos de apoyo a la mujer, para que se formara y ganara en autonomía. Ahora todo está en el aire, pues ya no nos queda casi nadie allí; apoyamos como podemos en lo más urgente. Una de nuestras preferencias es buscar financiación para ayudar a Roberto Lorenzo, el coordinador de Proyectos de Juan Ciudad ONGD, de San Juan de Dios, que está haciendo lo imposible por reabrir el Hospital de San José (ver VN, nº 2912). Lleva desde agosto allí. Está casado, tiene dos hijos… y se está jugando literalmente la vida. Merece la pena apoyarlo con todos los medios que podamos”.

En el nº 2.913 de Vida Nueva

 

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