José Antonio Ortega Lara: “Espero acabar perdonando antes de morir”

Sufrió el secuestro más largo llevado a cabo por la banda terrorista ETA

VICENTE L. GARCÍA | José Antonio Ortega Lara es, sin duda, uno de los nombres que la memoria colectiva tiene más grabados en relación a las víctimas causadas por el terrorismo de ETA. Muchos seguimos su terrible secuestro, el más largo llevado a cabo por la banda terrorista: 532 días (16 de enero de 1996–1 de julio de 1997). Diez días después de la liberación de Ortega Lara, ETA secuestró a otra persona que forma parte también de la memoria colectiva, el concejal de Érmua Miguel Ángel Blanco.

En la retina de miles de personas aún se encuentra la imagen de aquel hombre con gafas de montura gruesa, chándal rojo, larga barba, demacrado (había perdido 23 kilos durante el secuestro) y, sobre todo, libre otra vez, aunque marcado de por vida por una experiencia que él no se la desea ni siquiera a sus cuatro secuestradores.

No obstante, que no les desee una tortura similar no quiere decir que les haya perdonado. El perdón sigue siendo una cuestión pendiente para él. “Yo no tenía odio hacia ellos, pero sí hacia quienes les habían mandado que me secuestrasen”. Ortega Lara pensó inicialmente que sería capaz de perdonar sin problemas, que sería una de las cosas más fáciles tras el secuestro, pero la realidad ha sido muy distinta; le ha mostrado que el camino del perdón es largo, lento y difícil: “De vez en cuando, me cuesta ir a comulgar con ese pequeño cargo de conciencia de no haber perdonado. Espero conseguirlo antes de morirme”.

La familia, una rutina metódica (que incluía unos ratos para la oración) y la fe fueron los tres elementos que ayudaron a José Antonio a mantenerse vivo, aunque, como él reconoce con dolor, avergonzado, pero consciente de que quien le escucha  acepta la terrible lógica, “la idea del suicidio se me pasó más de una vez por la cabeza. Me enfadaba con Dios y, al día siguiente, pedía perdón por haber tenido esos pensamientos”. “Especialmente a lo largo de los últimos meses, mi estado anímico era deplorable, y he de reconocer que en aquella situación la muerte era para mí una liberación”. Ortega Lara tenía pensado suicidarse el 5 de julio. Cuatro días antes fue liberado.

José Antonio recuerda enfadarse muchas veces con Dios, recordándole: “Tú pasaste un calvario de tres días, y mírame a mí los meses que llevo, haz algo. Y, si tienen que matarme, que me maten ya, no me obligues a hacerlo yo”. “En varias ocasiones llegué a pedirles que me mataran”, recuerda, con la herida de la desesperación aún viva.

Ortega Lara procede de una familia religiosa. Conserva un grato recuerdo de su paso y formación con los salesianos; de hecho, un cuñado suyo pertenece a esta orden religiosa. Durante su secuestro, también sintió la cercanía y el respaldo de la Iglesia: “Mucha gente me ha dicho: ‘Cuánto rezamos por ti’. Y yo, efectivamente, lo he sentido así”.

Reconciliación

Para una verdadera reconciliación en el conflicto que asola su tierra desde hace décadas, Ortega Lara considera primordial una actitud previa por parte de los terroristas: “Admitir los errores, pedir perdón y, después de todo eso y de hacer frente a sus responsabilidades penales y civiles, a partir de ahí, creo que el Estado e incluso las víctimas, adoptarían una postura de perdón y de reconciliación futura para que las generaciones venideras no tengan que seguir padeciendo lo que hemos sufrido nosotros”.

Al igual que en anteriores ocasiones, habló sin tapujos en las VI Jornadas de Católicos y Vida Pública celebradas en Bilbao los pasados días 8 y 9 de abril. Allí, entre otras cosas, se mostró contrario “a la negociación política con los asesinos, sobre todo, cuando no se tiene en cuenta la memoria de los asesinados. Si a alguien tengo que rendir pleitesía, no tengo ninguna duda, es a los asesinados”.

EN ESENCIA:

Una lectura durante el secuestro: la noticia del asesinato de los cuatro misioneros maristas en el campamento de Goma, en Rwanda. Y, especialmente, la carta de uno de ellos a su madre.

Una imagen de su vuelta a casa: sentarme en mi sitio del sofá del salón y ver el sol y las hojas de los árboles moverse por el viento.

Un momento doloroso: descubrir que mi hijo no me reconocía cuando regresé a casa.

Una aspiración: ser una persona libre, compartir la vida con mi familia y mis amigos; no deseo nada más. Quizá, vivir unos años más para ver crecer a mis hijos.

Un valor: el perdón, es el que más me cuesta.

En el nº 2.751 de Vida Nueva

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