Cuarenta años de Bioética

(José Ramón Amor Pan, doctor en teología moral y doctor en Bioética) Este 2011 es un año cargado de aniversarios en el ámbito de la Bioética, todos ellos muy significativos. El primero se refiere al nacimiento mismo de dicha disciplina, pues aunque unos meses antes había aparecido un artículo en el que se utilizaba por primera vez la palabra ‘bioética’, su autor, Van Rensselaer Potter, publicó en 1971 el primer libro sobre esta disciplina, Bioethics: Bridge to the Future (Bioética, un puente hacia el futuro), en el que sentaba con claridad cuáles eran las bases y los objetivos de la misma.

Potter era doctor en Bioquímica y estaba dedicado a la investigación oncológica en la Facultad de Medicina de la Universidad de Wisconsin, en los Estados Unidos. Vemos, pues, que la Bioética no es una creación de filósofos ni teólogos. Nace como una necesidad sentida dentro de la propia biomedicina; es, por tanto, un elemento propio y natural de las ciencias de la vida, no un meteorito ni un postizo. Probablemente esto sea lo que explique su rápida aceptación y desarrollo, su fecundidad y su fuerza.

Otros dos aniversarios confluyen en la persona de Potter, pues nuestro hombre había nacido el 27 de agosto de 1911 y falleció el 6 de septiembre de 2001. Hoy, que tantas efemérides vacías de contenido se celebran a lo largo y ancho de nuestro mundo, un recuerdo y una reflexión sobre las intuiciones profundas de este prestigioso investigador del cáncer son más que merecidas. Máxime si tenemos en cuenta que, durante un tiempo, su paternidad respecto a la Bioética pasó un tanto desapercibida. Nos vamos a detener en tres pasajes de su obra que considero especialmente afortunados:

  • En primer lugar, su comprensión de la Bioética. Potter entiende que los valores éticos no pueden estar separados de los hechos biológicos. Una visión, por tanto, global de la Bioética, y no la versión reducida de la misma en clave de ética médica renovada por la que se han decantado algunos.
  • En segundo lugar, quisiera recordar su Mensaje final, publicado en su web personal poco antes de morir. Aunque breve, no resulta posible publicarlo aquí en su integridad, y selecciono, por ello, las que me parecen sus líneas más importantes: “La Bioética debería ser vista como un enfoque cibernético de la búsqueda continua de la sabiduría, la que yo he definido como el conocimiento de cómo usar el conocimiento para la supervivencia humana y para mejorar la condición humana. En conclusión, les pido que piensen en la Bioética como una nueva ética científica que combina la humildad, la responsabilidad y la competencia, que es interdisciplinaria e intercultural, y que intensifica el sentido de la Humanidad”.
  • En tercer lugar quiero compartir con ustedes el Credo Bioético con el que Potter finaliza su obra, porque con su lectura uno entiende fácilmente que la Bioética, en la comprensión de Potter, no es tan solo una disciplina académica –que también–, sino, sobre todo y ante todo, una militancia activa, comprometida y apasionada en favor de la vida.

¿Por qué nace la Bioética?

La Bioética no es un simple lavado y puesta al día de viejos modelos morales; significa –debe significar– una nueva manera de encarar los graves y profundos problemas morales que la humanidad tiene planteados en el terreno de la medicina, la biología y la ecología. Una ética racional, interdisciplinar y cívica, que establezca puentes entre las humanidades y las ciencias para la búsqueda conjunta de las mejores soluciones a los problemas planteados. Cuatro son, en mi opinión, las variables a tener en cuenta para explicar e interpretar el nacimiento de nuestra hoy madura disciplina:

  • 1. Los avances en el campo de la biología: el descubrimiento del ADN había abierto en 1953 la posibilidad a la ingeniería genética, que dará sus primeros pasos en la década de 1970. Este hecho, junto con el desarrollo de las técnicas de reproducción humana asistida (en 1978 nacerá el primer bebé probeta), convierte al ser humano en sujeto activo de la evolución (cuando hasta ahora no era más que un simple espectador) y obligará a preguntarse si todo lo que tecnológicamente se puede hacer, se puede hacer desde el punto de vista moral.
  • 2. La revolución médico-sanitaria que se gesta por esos años. Venía dada por el reconocimiento creciente de la autonomía de los pacientes y su derecho, por tanto, no solo a participar en la toma de decisiones respecto al tratamiento de su enfermedad, sino a que sus creencias y valores sean respetados por los profesionales que les atienden. Así como por el incremento explosivo de la tecnología en la práctica clínica: trasplantes (Barnard había realizado a finales de 1967 el primer trasplante de corazón, que obligó, entre otras cosas, a reformular los criterios para determinar la muerte del donante), UCI, diálisis, diagnóstico prenatal, la introducción de los anticonceptivos, etc. La medicina estaba cambiando en muy poco tiempo más que en toda su historia junta. Todo ello generaba nuevas e intrincadas cuestiones éticas.
  • 3. La creciente preocupación por el futuro de la vida sobre nuestro planeta, la denominada cuestión ecológica, y la incipiente reflexión acerca de los derechos de los animales conforman el tercer elemento causal a considerar, y sin duda el más relevante en la óptica potteriana. Tanto las fuentes de recursos como los sumideros del planeta tienen límites, y esos límites parece que estamos a punto de sobrepasarlos, lo que desencadenaría una mutación de las actuales condiciones de vida sobre la Tierra. Problemas tales como la contaminación, la deforestación, la explosión demográfica, el efecto invernadero, el agujero en la capa de ozono, los riesgos de la energía nuclear, la lluvia ácida o qué hacer con las basuras están todavía por resolver, a pesar de que las señales de alarma hace ya 40 años que saltaron.
  • 4. Por último, el pluralismo social. Las nuestras no son ya sociedades de código único, sino que, muy al contrario, nunca antes ha existido tal variedad de propuestas filosóficas, morales y religiosas conviviendo e interactuando simultáneamente sobre un mismo lugar, por lo que la manera de encarar y resolver los problemas difiere y, a veces, incluso se contrapone. Hoy existen muchos universos de sentido y muchas simbologías diferentes. Fácilmente se comprende lo que esto supone a la hora de regular y de tomar decisiones en un ámbito tan sensible como la clínica, la investigación biomédica y el medioambiente del planeta. En este sentido, la Bioética forma parte de un movimiento mucho más amplio por alcanzar un consenso mínimo sobre valores obligatorios, normas ineludibles y actitudes personales e institucionales necesarias para resolver los graves conflictos que amenazan nuestro planeta y prevenir la aparición de otros nuevos. Cabeza y corazón tienen que ir de la mano, como expuso genialmente Adela Cortina en su libro Ética de la razón cordial (y Goleman en su celebérrima Inteligencia emocional).

Bioética y religión

Es un hecho –que algunos pasan por alto con facilidad– la presencia de teólogos, sobre todo de matriz cristiana (católicos y protestantes), en el origen mismo de la Bioética: Fletcher, Ramsey, McCormick y Curran en los Estados Unidos; Francesc Abel, Javier Gafo, Marciano Vidal y Eduardo López Azpitarte en España; y con influencia sobre todos ellos, el gran renovador de la Teología Moral católica en el siglo XX, el redentorista alemán Bernhard Häring. El propio Potter confiesa su admiración por los trabajos del sacerdote jesuita Teilhard de Chardin (1881-1955), un evolucionista sin reservas, así como la influencia que ejerció en la elaboración de su propio pensamiento.

Como también lo es la progresiva desconfianza ante la aportación de los teólogos al debate bioético. Como reconoce Javier Gafo, “las mismas personas religiosas tenían temor de expresar sus convicciones en los foros públicos y consideraban que, para ser aceptados en los mismos, debían hablar el lenguaje común, ocultando sus propias opciones éticas, que permanecían como agendas ocultas”.

Yo mismo he experimentado esa desconfianza en varias ocasiones por mi condición de doctor en Teología Moral, la última, sin ir más lejos, cuando nos nombraron a finales de 2009 a Suso Carracedo y a mí vocales de la Comisión Gallega de Bioética: no hay más que ver el tratamiento que le dieron a la noticia El País y xornal.com: “Sanidad nombra a un cura y a un teólogo para la Comisión Gallega de Bioética”.

Durante mucho tiempo, los problemas morales de la biomedicina han estado orientados y regulados básicamente por dos instancias: la moral religiosa y los códigos deontológicos. Y por esa extraña ley del péndulo, ahora se reniega de ambas instancias. Hay quien ha dicho: “La Bioética, allí donde tiene éxito, muestra que no necesita la teología”.

Pero lo mismo que no es justo ni exacto dejar de reconocer a estas dos instancias un papel decisivo en la historia de la ética de la biomedicina, como afirma Marciano Vidal, tampoco es un signo de madurez científica ni moral proscribir como espurias toda referencia religiosa o toda codificación deontológica en relación con la Bioética. Son perspectivas dignas de ser tenidas en cuenta.

“Para ser más específico, ambas, religión y ciencia, han de preservar su autonomía y su peculiaridad (…). Bien que cada una puede y ha de ayudar a la otra como una dimensión diferente de una cultura humana común, ninguna de las cuales ha de asumir que constituye una premisa necesaria de la otra. La oportunidad sin precedentes que tenemos hoy es la de lograr una relación interactiva común, en la que cada disciplina conserve su integridad y, no obstante, esté radicalmente abierta a los descubrimientos y concepciones de la otra”, dejó señalado Juan Pablo II.

La Bioética se ha configurado a partir de la desconfesionalización de la ética y liberándose del predominio de la codificación deontológica, y eso no es malo, era necesario. Esto significa, desde el punto de vista positivo, que la Bioética ha de situarse en el terreno filosófico, buscando un paradigma de racionalidad ética que se sitúe más allá del ordenamiento jurídico y deontológico y más acá de las convicciones religiosas.

La Bioética nace, pues, como una ética civil o secular, no confesional, lo cual significa que sus decisiones no pueden justificarse apelando a argumentos religiosos, porque estos solo tienen validez plena para los seguidores de cada una de las religiones y, por tanto, no valen para ordenar la vida de toda la comunidad social. Recuérdese que la libertad de conciencia es uno de los derechos fundamentales de la persona.

Los teólogos y las personas que profesan una determinada religión podemos y debemos participar en dicho debate, desde nuestra propia identidad. Tenemos también una palabra que decir como ciudadanos del mundo. Pero sin superioridades de ningún tipo, con absoluta humildad y utilizando argumentos universalizables.

También, por qué no, explicitando las raíces y el trasfondo teológico que inicialmente tuvieron determinadas categorías o principios éticos, hoy desconocidas para la gran mayoría de nuestros contemporáneos, como sucede en el caso del concepto “dignidad humana”, pues conocer las raíces puede ayudar a comprender en su justa medida todo el potencial transformador de los mismos. Siempre, eso sí, desde una actitud de ofrecimiento respetuoso de los datos de la historia, que facilite el acercamiento y el diálogo fructífero.

Como dijo Gafo: “McCormick escribía que la bioética no debe percibirse como esos carteles que aparecen a la puerta de las casas con el conocido cuidado con el perro. Como escribía Callahan, debería ser una fuerza amiga, no hostil, dentro de la medicina (…), pero la Bioética no puede acallar preguntas, a veces duras”. Dios es el único Señor de la vida: esta es una verdad central en la teología cristiana.

Pero Dios no ejerce este poder como voluntad amenazante, como certeramente señala Torres Queiruga, sino como cuidado y solicitud amorosa hacia sus criaturas: “Que la religión –bien vivida– no sólo no impone la carga de la moral, sino que, por el contrario, no tiene otro sentido en este campo que el de ayudar a llevarla con ánimo y esperanza”.

La figura de Javier Gafo, SJ

El desaparecido Javier Gafo

Javier entró en la Compañía de Jesús el año 1955. En un año tan significativo como el de 1968 tuvo lugar su ordenación sacerdotal. Licenciado en Filosofía, en Ciencias Biológicas y en Teología, se doctoró en Teología en la Universidad Gregoriana (Roma) en 1976, con la tesis El aborto y el comienzo de la vida humana. Ese mismo año comenzó a ejercer como profesor de Moral de la Persona en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, hasta su muerte. Allí fue durante muchos años director del Departamento de Teología Moral y Praxis de la Vida Cristiana; y, desde el año 1987, fecha de su creación, fue el director de su Cátedra de Bioética.

Conferenciante infatigable y autor de innumerables artículos en diferentes medios de comunicación, era un convencido de la necesidad de acercar la Bioética a los ciudadanos. Si algo quiere ser la Bioética, es un proceso de deliberación comunitario, porque hay que llegar a políticas públicas, como ya había señalado Potter.

Lamentablemente, en palabras de Abel, hay que poner de manifiesto que “hasta este momento la participación de la opinión pública en general ha sido mínima en nuestro país, al igual que en otros países de la Unión Europea. No quiero con ello indicar que sean problemas desconocidos por el gran público, sino más bien que este ha sido prácticamente ignorado y mantenido desinformado en la toma de grandes decisiones, que tienen importantes repercusiones sociales al adquirir rango de ley. Hubiera sido deseable someter algunas de ellas a referéndum”.

Esa notoriedad pública y búsqueda de consensos le provocó a Gafo algunas incomprensiones dentro de la Iglesia, a la que tanto y tan profundamente amaba y servía: “Tengo que vivir a veces en difíciles equilibrios con la doctrina eclesial. Pero siento que esto es positivo: que bastantes hombres de ciencia cristianos se sienten estimulados al percibir que también los hombres de Iglesia participan de sus dudas y de sus perplejidades y que podemos seguir construyendo, en sintonía afectiva con la comunidad eclesial, una presencia seria y dialogante en la apasionante problemática de la Bioética”.

Por su talante dialogante y su reflexión siempre serena, equilibrada, abierta y apoyada en un buen manejo de los datos (solía repetir con insistencia que la buena ética comienza con buenos datos), puede afirmarse que la figura de Javier Gafo significó un puente colosal entre la moral religiosa (en su caso, católica) y la Bioética, muy en la línea de lo que Potter había esbozado en su Bioethics: Bridge to the Future.

Por otra parte, siguiendo más la línea de Potter que la de Hellegers, Gafo tenía una visión global de la Bioética, al considerar que esta disciplina debía ocuparse de los problemas derivados de la investigación biomédica y la asistencia sanitaria, pero también de los problemas ecológicos y de la relación del ser humano con la naturaleza.

En el nº 2.744 de Vida Nueva. Si es usted suscriptor, puede acceder al Pliego en PDF.

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