Eugenio Arellano: “En la Iglesia tenemos poder: usémoslo en favor de los pobres”

Obispo de Esmeraldas (Ecuador)

(Texto y fotos: José Carlos Rodríguez Soto) Lo mejor que me ha podido pasar a mí en la vida es caminar con este pueblo de Esmeraldas. Ellos han sido las manos escogidas por Dios para modelarme”. Con esta convicción se expresa Eugenio Arellano, vicario apostólico de Esmeraldas, una región de la costa pacífica de Ecuador fronteriza con Colombia. Natural de Corella (Navarra), este misionero comboniano aterrizó allí en 1978 y, excepto por un periodo de cinco años en tareas de formación en París, siempre ha vivido en esta zona.En 1995 fue consagrado obispo y, desde entonces, ha presidido también el Departamento de Pastoral Afroamericana del CELAM y del episcopado ecuatoriano. Recientemente estuvo en Madrid para recoger el Premio a la Fraternidad de la revista Mundo Negro. A sus 67 años, dice haber aprendido de su gente “cómo vivir con una visión positiva de la realidad”, lo que, a su juicio, contrasta con lo que ve cada vez que viene a España: “Aquí, todo el mundo se queja de todo y hace gala de una insatisfacción que vamos paseando por todos los sitios, con una prisa que nos hace pasar por la vida dejando olor a tubo de escape”.

La región de Esmeraldas tiene 580.000 habitantes, la mayor parte de los cuales son negros. También hay tres pueblos indígenas (awa, épera y cayapas) y, desde hace pocos años, muchos ecuatorianos que han emigrado desde otras partes del país: “Muchos de ellos son refugiados medioambientales que han perdido sus tierras y sus bosques por la voracidad de las multinacionales”, describe el prelado. “Los hijos de estas personas acabarán siendo pandilleros, y sus hijas, prostitutas”.

Se refiere también a los problemas que les ocasiona la proximidad a la zona de conflicto de Colombia, que, “con su realidad de narcotráfico, guerrilla y paramilitares, ha permitido que en Esmeraldas eche raíces la delincuencia organizada, con asesinos a sueldo que extorsionan a quien quieren”.

Pero, por encima de todo, asegura que “los afroecuatorianos tienen una visión optimista de la realidad. Es un pueblo festivo, con el rostro iluminado por la sonrisa, que canta y baila y que, a pesar de los problemas que viven, son una reserva de humanidad. Son personas que viven en armonía con la naturaleza, el respeto a lo creado y, por eso, es un pueblo pacífico, que no levanta la voz, tiene delicadeza en el trato y no tiene la neurosis de la prisa”.

En este sentido, cuenta una historia que le impactó: “Conocí a una madre que preparó comida para los suyos con lo poquito que tenían. Cuando iban a empezar a comer, llegaron dos huéspedes y les invitó a sentarse con ellos. Como una de sus hijas se quejó, la madre le dijo: ‘Hija, cuando la olla se comparte con amor, el arroz nunca se acaba’”.

Este optimismo tiene su raíz religiosa: “Viene de una fe en la bondad de Dios, porque debido a la historia tan penosa que han sufrido, están convencidos de que, tarde o temprano, Dios actuará a favor de ellos”. Su otro origen, el africano, explica “su fuerte sentido comunitario de la vida. Yo no me imagino a un esmeraldeño viviendo solo”. Viven también “el gozo de la libertad, lo que está reflejado incluso en el escudo de la ciudad, cuyo lema es ‘Libre por rebelde, y por rebelde, grande’.

No es un pueblo humillado y no permiten que nadie les ultraje porque tienen un gran sentido del respeto. Durante su historia han ejercido la resistencia pasiva, negándose a aceptar los valores de los dominadores, y éste ha sido su secreto para sobrevivir”. Este ansia de libertad hizo que los descendientes de esclavos crearan en Ecuador los “palenques”, ciudades libres habitadas por libertos, imagen que inspira a Arellano: “Me encanta utilizar la imagen de la Iglesia como palenque: un lugar de libertad y fraternidad donde la gente es feliz”.

Valores amenazados

Estos valores humanos se ven amenazados hoy por poderes económicos que buscan el provecho rápido a cualquier precio: “Tendrías que ver la rapidez con la que se está transformando todo. Ahora la costa parece como Benidorm hace 20 años. Yo me he pronunciado en contra de este tipo de inversiones, porque no buscan el desarrollo de las personas y sus beneficios no van a los pobres. Me siento llamado a ser profeta de la vida y tengo que denunciar esta explotación inmoral que quita las tierras a la gente y genera miseria humana.

Cuando veo que matan a un pandillero, yo me pregunto:¿quién le ha matado? Ha sido el capital que ha privado a sus padres de poder vivir en sus bosques y de usar sus ríos, que bajan envenenados de mercurio y cianuro por la explotación del oro”. Para él, esto encaja con la defensa de la naturaleza: “En la Iglesia no defendemos el medio ambiente porque nos gusten mucho las mariposas y los pájaros, sino porque nos importa la vida de las personas, y nuestro Dios es el Dios de la vida”.

Pero no todos los cambios son negativos: “Desde hace pocos años, la gente tiene un afán muy fuerte por formarse, y esto explica que, hoy, todas las universidades estén llenas, incluso de adultos”. Otro factor positivo es la política social del actual Gobierno: “Desde hace cuatro años, la gente tiene derecho a educación y sanidad gratuitas, y se ha hecho una red muy buena de carreteras. Este Gobierno, a pesar de algunas dificultades coyunturales, es una buena noticia para los pobres.

Recuerdo que antes, muchos niños afroecuatorianos no podían ir a la escuela porque no tenían ni zapatos, y ahora el Gobierno les paga el uniforme, los libros y cada vez les da más facilidades”. Piensa el obispo Arellano que “hay otras políticas de este Gobierno a las que se podría objetar, pero ante estos logros pasan a un segundo plano”.

El prelado navarro parece haberse contagiado del optimismo de sus diocesanos cuando habla de su Iglesia local: “Soy muy afortunado, tengo muy buenos colaboradores: 15 sacerdotes diocesanos, 30 misioneros, 80 religiosas y un muy buen equipo de líderes laicos. La población de Esmeraldas siente a la Iglesia muy cercana y nosotros hemos optado por hacer causa común con el pueblo”.

Cuando explica de qué manera, no puede ser más directo: “En la Iglesia tenemos poder, ¿o no? Muy bien, pues usemos ese poder para favorecer a los pobres”. Ese afán de estar cerca de ellos le ha llevado a ponerse a la cabecera de manifestaciones en las que se reivindicaban demandas sociales, como protección frente al poder de los sicarios y protestar contra la contaminación que sufren los ríos.

Testigo en medio del pueblo

La pastoral de su vicariato apostólico hace hincapié en la dimensión social: “Tenemos escuelas, centros de salud, ayudamos a decenas de miles de refugiados de Colombia por medio de convenios con organizaciones como Acnur y Unicef, y colaboramos mucho con organizaciones populares”. Pero, por encima de todo, está convencido de que “el objetivo principal es crear espacios de encuentro con Cristo vivo y ser testigos de la presencia del Reino en medio del pueblo, luchando contra las dimensiones del anti-Reino”. Piensa que hay que aprovechar la religiosidad connatural al pueblo para “ayudarles a superar una división que tienen a veces entre religión y moral”.

A este obispo misionero, que comenzó su ministerio pasando largas temporadas visitando pueblos en canoa, con una mochila al hombro, le entusiasma vivir con sus fieles, una comunidad de afros, indígenas, emigrantes y refugiados. “La gente quiere a la Iglesia porque sabe que estamos con ellos. Yo, por mi parte, quiero seguir construyendo una Iglesia que, como buena madre, tenga el mismo color que sus hijos”.

En el nº 2.741 de Vida Nueva

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