Tribuna

Navidad 2020: la esperanza escondida

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Las diversas situaciones de crisis que nos conmueven y desestabilizan cuestionan e interpelan las miradas profundas sobre la vida y su sentido. Tal vez por eso, en estos tiempos se reitera de modo incesante el reclamo por una palabra acerca de la esperanza. La petición se formula de diversos modos, tanto en el diálogo interpersonal como en notas periodísticas: “¿Qué nos puede aconsejar para vencer el desaliento?”, “comparta con nosotros una palabra de esperanza”, “¿qué expectativas pueden tener quienes perdieron el trabajo?”, “¿qué le diría al personal de salud para darles ánimo…?”.



Las intenciones de estos mensajes son variadas. Sin embargo, como trasfondo, percibo interrogantes que no se alcanzan a expresar cabalmente, acaso porque comprometen más a quien pregunta que a quien debe responder: “¿Es posible no dejarnos vencer por el desaliento y el desánimo?”, “¿qué quiere decir Dios por medio de todo esto?”, “¿cómo me sitúo ante la realidad como hombre y mujer de fe?”, “¿tener fe es suficiente para poseer esperanza?”, “¿se puede tener esperanza sin ser creyente?”, “¿cómo busco respuestas a los interrogantes y cuestionamientos que me surgen?”.

También es cierto que no faltan quienes quisieran una palabra o fórmula mágica que de repente nos proporcione una mirada esperanzadora, a veces confundida sin más con el optimismo.

Desde hace un tiempo, vienen rondando en mi corazón interrogantes, convicciones, desconciertos que quiero expresar en estas líneas. Obedecen a intuiciones previas a la pandemia, y que se vieron exigidas por este tiempo particular que estamos atravesando. No es mi intención realizar un análisis académico. Fui escribiendo como para compartir con lectores ocasionales o amigos, incorporando cuestiones afines a la esperanza.

Ella no es evasión o ilusión. Nos hace tener los pies en la tierra para lanzarnos al futuro. Para el conformista aburguesado, la esperanza es una palabra hueca y sin contenido existencial. Quien no necesita buscar algo en su vida no puede tener esperanza. Ella anida en un corazón no solo inquieto, sino insatisfecho. Incluso hastiado. No tiene que ver con la victoria o la derrota. Tampoco con el optimismo. Los mártires no eran optimistas acerca de su condición, pero eran firmes en la esperanza.

La niebla del coronavirus

Una vez me ocurrió estar conduciendo el coche por la carretera y, de repente, ser sorprendido por una “tormenta de tierra”. Unos momentos antes, todo era horizonte lejano y, en pocos instantes, un cambio rotundo de paisaje. El día se volvió noche, decía uno de los que iban en el vehículo. El espacio que nos rodeaba era incierto, impredecible; parecía un círculo que se achicaba y agrandaba de forma caprichosa e irregular.

En estas circunstancias, detenerse al lado del camino es peligroso; hay que avanzar a velocidad suficiente como para no ser atropellado, y con sumo cuidado para no llevar a nadie por delante. Algunos aconsejan encender las balizas; otros, lo contrario. Sensación semejante he experimentado conduciendo entre bancos de niebla.

Francisco quiso compartir con el mundo un “momento extraordinario de oración” con motivo de la expansión del COVID-19. En esa oportunidad, utilizó el texto del Evangelio de la tempestad (Mc 4, 35-41) para referirse al modo en el que la pandemia irrumpió en la vida cotidiana modificándolo todo: las relaciones familiares, laborales, litúrgicas… “Como a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados” (Francisco, Momento extraordinario de oración, 27 de marzo de 2020).

Escenas del nacimiento instalado en la catedral de Turín para la Navidad de 2020

“La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades” (ídem). Nos enfrentamos a nuestras inconsistencias personales y a lo insignificante de las opciones que hasta hace poco tiempo nos colmaban; experimentamos que la palabra fugaz no solo se aplica a las estrellas.

Percibimos el silencio en los patios de las escuelas, en las plazas. Canchas vacías que no gritan victorias ni mastican derrotas. Cines y teatros oscuros, sin propuestas artísticas ni belleza; camerinos, escenarios y butacas acumulando polvo y abandono. Desconfianza para saludar a los desconocidos. Distancia de los afectos. El pánico en algunos corazones, la angustia por la incertidumbre. La preocupación por cuidar a la familia.

También encontramos a quienes sostienen posturas distintas. Ven como exageradas e innecesarias las medidas sanitarias, y no perciben riesgos de contagios masivos. Siguen su vida sin modificar sus hábitos, salvo las restricciones impuestas por decisiones externas; más por temor a sanciones judiciales que por convicción. En la medida en que pueden, participan de fiestas clandestinas, no guardan distanciamiento social, ni otros cuidados aconsejados.

El impacto emocional y social es diverso, según la situación económica y laboral de la familia, así como la provincia o barrio en que uno viva.

En cuanto a la dimensión socio-económica, la situación puso al descubierto las inequidades existentes y persistentes. Viviendas en las cuales es imposible el aislamiento, crecimiento de la violencia intrafamiliar. Pérdida de las fuentes de trabajo en comerciantes o trabajadores por cuenta propia. Estamos escuchando y recibiendo historias desgarradoras de quienes pierden el sacrificio de toda la vida y, en algunos casos, de generaciones. Cada comercio o taller que cierra sus puertas sepulta sueños y esfuerzos imposibles de resumir en pocas palabras. Familias que no pueden hacer frente al pago del alquiler de la vivienda.

Por otro lado, debemos reconocer que se multiplicaron expresiones de solidaridad, intentando el consuelo en lo más cercano. Comunidades religiosas, organizaciones sociales, grupos de empresarios, municipios y otros actores procuran atender las situaciones más urgentes de falta de alimentos.

Es alentador el surgimiento de diversas formas espontáneas de organización popular que fomentan la solidaridad: compras comunitarias, trueque de mercancías y trabajos, comedores comunitarios, noches solidarias o de la caridad. Todas ellas son iniciativas que unen ingenio creativo y voluntades en pequeños o medianos emprendimientos para paliar las consecuencias de la crisis. Brotan de las reservas morales y solidarias del pueblo, que no quiere darse por vencido.

Asimismo, crecieron las búsquedas religiosas en medios virtuales. Misas, celebraciones de adoración, rezo del rosario, oración con la Palabra… Una ebullición inicial que, poco a poco, fue mermando hasta encontrar su suelo, que todavía sigue siendo importante y significativo.

Un sentimiento generalizado muestra que estamos cansados de esperar. Hemos pasado los nueve meses, y vamos para los diez, más tiempo de lo previsto y soportable. No podemos encontrarnos con familiares y amigos, ni celebrar la fe del modo acostumbrado (y necesario). La mezquita, la sinagoga, los templos cristianos y de otros cultos extrañan la alegría festiva de la comunidad. Nos cuesta imaginar los modos de celebrar la próxima Navidad.

La fe no nos aliena con ilusiones. “No se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas” (Francisco, Mensaje de Pascua, 12 de abril de 2020). Más bien, nos brinda la fuerza que necesitamos para ser testigos de la vida nueva del Señor. El consuelo de la fe no viene en formato individual, sino en clave comunitaria. Por medio de la muerte y resurrección de Jesús, Dios nos hace de su familia y nos libera del aislamiento. Aun en estas condiciones, estamos llamados a ser Iglesia en salida, misionera y sinodal.

La fe no es una abstracción o un refugio de bienestar egoísta. Es vínculo con Cristo vivo y con la comunidad. “A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada” (ídem). Estamos llamados a extender nuestro corazón a tantos que han sido afectados por la pandemia: los enfermos sufriendo en soledad y afrontando el momento de la muerte sin la caricia de la mano cercana del cariño, las familias que los lloran en la distancia, los que han perdido sus trabajos.

Sin embargo, uno de los riesgos que estamos corriendo es dejarnos absorber de tal manera por la actual enfermedad, que abandonemos considerar otras situaciones urgentes que están provocando sufrimiento y muerte a buena parte de la humanidad.

Las otras pandemias

La humanidad post-pandemia dependerá del juicio crítico que tengamos de la situación pre-pandemia. Si bien hoy estamos peor que en diciembre de 2019, en ese entonces no habitábamos ciertamente en el paraíso, sino bastante lejos de él. Estábamos padeciendo otras pandemias agresivas, como el hambre y la guerra. En enero pasado (sin tener en cuenta las consecuencias de la pandemia), se calculaba que, durante el año 2020, morirían en el mundo cinco millones de niños menores de cinco años a causa de la pobreza.

Otra enfermedad que hace estragos en la humanidad es la tuberculosis, que provoca la muerte de cerca de dos millones de personas al año. A finales de noviembre, habían muerto en el mundo por Covid-19 cerca de 1,4 millones de personas. Por esta cifra, se detuvo la humanidad; por los niños y los enfermos de tuberculosis, no. Varias veces me he preguntado: ¿por qué esta pandemia con menos muertes en proporción asusta tanto? Quizás por lo desconocido que ‘no manejamos’. Las ‘otras pandemias’ ya sabemos a quiénes afectan. Esta no.

La pandemia de la guerra, la pobreza y el hambre es previsible sobre a quiénes puede afectar. Es como si en el mapa se pudieran marcar los países, ciudades y barrios en los cuales se instalará ese mal. El Covid-19, en cambio, no sabemos dónde puede localizarse. Unos se han contagiado en un aeropuerto; otros, en el tren.

Todos nos descubrimos frágiles y expuestos al riesgo. Tal vez por eso, uno tenga más prensa y recursos económicos que otro. Científicos y analistas estudian las medicinas y medidas a tomar para todas las pandemias. El remedio para la pandemia de la pobreza ya se descubrió hace tiempo, pero no hay voluntad de iniciar el tratamiento.

Una opresión aplastante

Parece algo bastante obvio, pero no está de más decirlo. Ya sea en encuentros numerosos o charlas entre amigos, hemos compartido con otros, antes del COVID-19, una sensación de opresión aplastante producto del triunfo de la prepotencia y la impunidad.

La noche parece invadirlo todo. Impera la ley del más fuerte o del primero que llega, y se admite esta violencia pasivamente de un modo acrítico. Como si fuera este un postulado dogmático ante el cual rendirse. El abuso del poder y la impunidad no tienen límites. Francisco lo expresaba de este modo: “La disparidad de poder es enorme, los débiles no tienen recursos para defenderse, mientras el ganador sigue llevándoselo todo” (QA 13); y nos recuerda una constatación que hacía san Pablo VI: “Los pueblos pobres permanecen siempre pobres, y los ricos se hacen cada vez más ricos” (PP 57).

¿El mundo no tiene salida o se encuentra en una quebrada con un camino único por delante? ¿Nos empujan poderes supranaturales o desconocidos? La situación de creciente inequidad global se debe al imperialismo internacional del dinero, las consecuencias del capitalismo salvaje.

La idea de un pensamiento único ha derivado en un sentimiento generalizado: la derrota y la impotencia. Los pobres y el planeta gimen de dolor ante el despilfarro y la indolencia.

En la encíclica Laudato si’, Francisco describió un panorama alarmante acerca de la situación de los pobres y el planeta. Pareciera imposible frenar las guerras, desterrar el hambre y la pobreza, frenar el avance de las mafias del narcotráfico y la trata de personas. Antes de la pandemia, el panorama tampoco era alentador para ser firmes en la esperanza.

(…)

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