Tribuna

La sana doctrina se vive como se cree

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Entre 2012 y 2017, el cardenal alemán Gerhard Müller ostentaba el cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En ese período publicó una “Declaración de Fe” que buscaba hacer frente a la creciente confusión sobre la enseñanza de la doctrina católica. De acuerdo con el purpurado, él quería responder a la petición que le hicieran sacerdotes, religiosos y laicos. Decía: “Hoy en día muchos cristianos ya no son conscientes ni siquiera de las enseñanzas básicas de la fe, por lo que existe un peligro creciente de apartarse del camino que lleva a la vida eterna”. Muy asertivamente, recordó que para orientar a los fieles tomó como línea de argumentación el Catecismo de la Iglesia católica publicado en 1992, durante el pontificado de Juan Pablo II, el cual respondía a los cuestionamientos de la dictadura del relativismo.



Quizás a muchos del mundo católico esta “declaración”, después de tres años, ya no dice nada o simplemente es más de lo mismo en materia de las cuestiones básicas de la fe. Pero no viene mal considerar algunas cosas de la fe en una sociedad cada vez más secularizada, y que busca vivir de manera anárquica a ejemplo como se ve en los rayados de paredes o muros de las ciudades: “una sociedad sin ley y sin Dios”.

El cardenal Müller argumentaba que Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres y la revelación de Dios uno y trino. Esta argumentación sostenida por la Iglesia hasta hoy, echó por tierra antiguas herejías como el “adopcionismo”, señalaba que, por obra de Dios, Jesús había sido elevado a la categoría divina por su “adopción”, pero que era un hombre común y que en él solo veían a un buen hombre, a un hermano y amigo, a un profeta o a un moralista. Cada vez es más evidente que a Jesús se le quiere ver como un hombre más. Sus milagros y su propia resurrección ya no son motivo suficiente para convencer a los más incrédulos. Al igual que en los primeros siglos del cristianismo, son muchos los que no conciben la idea de que Dios se acercó a los hombres por medio de su Hijo, Jesús. Es más fácil creer que Dios no existe y, por tanto, la vida pensada más allá de la muerte es solo un mito.

La Iglesia, de origen divino

Otro de los puntos en que hacía hincapié el cardenal era a la fundación de la Iglesia y a que esta posee la “plenitud de la verdad”: “Es Jesucristo quien fundó la Iglesia como signo visible e instrumento de salvación, que subsiste en la Iglesia católica”.

Reafirmaba la idea de que la Iglesia no es una asociación fundada por el hombre, cuya estructura es votada por sus miembros a voluntad. Es de origen divino. Sin embargo, ese origen divino está entrelazado por la mediación de la fe, que está indisolublemente ligada a la credibilidad humana de sus mensajeros, y que, en algunos casos, han abandonado a los que les fueron confiados, los han perturbado y han dañado gravemente su fe, sobre todo con los casos de abusos sexuales.

Los sacramentos

Asimismo, hay un apartado, en su “declaración”, relacionado con los sacramentos confiados a la Iglesia, por ejemplo: la Eucaristía y la Confesión. El primero habla de la presencia real de Cristo en la Eucaristía y explica que para recibirla los fieles deben estar en gracia. Por otra parte, sobre la Confesión, sacramento que todo católico debe recibir al menos una vez al año, el cardenal indica que “cuando los creyentes ya no confiesan sus pecados ni reciben la absolución, entonces la redención cae en el vacío, ya que ante todo Jesucristo se hizo hombre para redimirnos de nuestros pecados”.

El cuarto punto de la declaración se titula “la ley moral”, y en este el Prefecto emérito recuerda que todo fiel católico debe observarla, ya que es necesaria “para la salvación de todos los hombres de buena voluntad. Porque los que mueren en pecado mortal sin haberse arrepentido serán separados de Dios para siempre”. Es decir, la ley moral debe entenderse no como una carga, sino como parte de esa verdad liberadora por la que el cristiano recorre el camino de la salvación, que no debe ser relativizada.

El quinto punto de la declaración se titula “La vida eterna”. Aquí, el cardenal, resalta que “muchos se preguntan hoy por qué la Iglesia está todavía allí, aunque los obispos prefieren desempeñar el papel de políticos en lugar de proclamar el Evangelio como maestros de la fe”. Recuerda que toda persona tiene un alma inmortal “que es separada del cuerpo en la muerte, esperando la resurrección de los muertos. La muerte hace definitiva la decisión del hombre a favor o en contra de Dios. Todo el mundo debe comparecer ante el tribunal inmediatamente después de su muerte”. Existe también la terrible posibilidad de que un ser humano permanezca en contradicción con Dios hasta el final y, al rechazar definitivamente su amor, “condenarse inmediatamente para siempre”, en el “castigo de la eternidad del infierno”.

fueron pocos los que le creyeron…

Sin embargo, la contingencia nos coloca en una disyuntiva: si el hombre, por sí mismo, no quiere creer en nada y le es más cómodo pensar que puede trascender vía el conocimiento ─al modo del gnosticismo─ entonces es posible que esté en condiciones de responder a todas las interrogantes existenciales: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Cuál es el sentido de la vida?, etcétera. Para el mundo cristiano estas interrogantes se validan y responden desde la persona de Jesús. “Él vino al mundo para mostrarnos que él era la Verdad y que la Verdad está en él”. Lamentablemente, fueron pocos los que le creyeron, incluso los Apóstoles, después de su muerte, se replegaron y no se atrevieron a salir porque tenían temor. Quizás es este “temor” el que tantas veces nos invade como cristianos a la hora de testimoniar al propio Jesús y que no permite que Dios se plasme en la vida de los creyentes. Con relación a ello, le preguntaron a Gandhi de por qué no se hacía cristiano y él contestó: “el día que vea a un cristiano de verdad, entonces me convertiré al cristianismo”. ¿Será que nos falta mucho para ser un “cristiano de verdad”?

Ciertamente el cardenal Müller no intenta convencer a toda la cristiandad, pero los católicos, nos hemos acomodado a una sociedad que busca decirle a Dios cuál es el nuevo decálogo, cómo caminar por la vida y posicionar el nuevo mandamiento supremo del amor, como también poner en duda la real eficacia de los sacramentos y que a través de estos actúa la gracia de Dios. Ni hablar de la Vida eterna, pensando que Dios nos espera después de pasar por este mundo y presentarnos ante él, con nuestras obras de amor, pocas o muchas, pero que solo él puede juzgar. Sin embargo, se prefiere creer que este mundo lo es “todo” y, por tanto, como dice el adagio, Aquí se hace y aquí se paga… Es decir, aquí hay que conseguir la felicidad a cualquier precio, y, por tanto, debido a ello, es legítimo, mentir, robar, manipular, matar, prevaricar, traicionar, etcétera. Todo se justifica y lo que se justifica tiene sentido, porque después de esta vida no hay otra…, dicen.

La tarea de difundir el mensaje

Desde la fe y la sana doctrina podemos coincidir con el cardenal Müller; sin embargo, más que las capacidades para enseñar y dar un mensaje claro y sin ambigüedades sobre nuestra fe, hay que ver cuántos de los que hoy anuncian el mensaje de Jesús están convencidos de lo que pregonan. Es cierto que todo bautizado no ha de ocultar estas y otras verdades de la fe y enseñar a la gente en consecuencia. Sin embargo, en honor a la verdad, no todo bautizado está capacitado para enseñar o, lo que es peor, está capacitado, pero puede no creer en estas verdades de nuestra fe. No es fácil difundir a Jesús como Salvador cuando sabemos que las instituciones pasan por un gran descrédito, y la Iglesia ha padecido esta situación intentando limpiar su imagen. Vemos los esfuerzos del papa Francisco por alivianar esta carga y dando algunas señales, como liberar y revelar el secreto pontificio acerca de los casos de abusos sexuales, pero en el laico común aún persisten el descontento y la desilusión. Es de esperar que el buen juicio de Dios acompañe al creyente que aún acredita en las verdades fundamentales de la fe católica. A esta altura del partido, no atemoriza el hecho de que estas verdades se entiendan a cabalidad, sino lo que más preocupa es que estas posiblemente estén siendo enseñadas por personas que no están convencidas de su fe y, por tanto, no creen, en gran parte, lo que enseñan.