Tribuna

El rostro de la valla de Melilla

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En muchos sitios de este país se celebran actos, bien de repulsa, bien de sentido recuerdo por los más de treinta muertos en el asalto a la valla de Melilla.



Es difícil no sentirse un poco culpable contemplando los rostros de los jóvenes fallecidos. Toda tragedia humana tiene rostro. Cuando vemos grabaciones de los campos de concentración nazis, lo que más nos impacta no son tanto los miembros escuálidos como el sufrimiento mayúsculo que reflejan los rostros, consecuencia del castigo al que los someten los verdugos por haberse atrevido a invadir su espacio vital, poniendo en peligro, supuestamente, su propia supervivencia. Un relato similar se aplica en el fondo a los asaltantes africanos de nuestros días.

Los rostros que expresan el padecimiento en mayor grado parecen venir de las personas que son diferentes a nosotros, como los de esos niños africanos atribulados por el hambre. Pero lo que de verdad nos intimida no es el color de la piel, no es la diferencia, ni tampoco la amenaza a “nuestros” recursos –un reparto equitativo daría para todos–. Lo que nos molesta es lo que esos rostros reflejan en el fondo: la pobreza, la enfermedad, la muerte; las arrugas y la fealdad que producen.

La capacidad de ser compasivos

El mensaje de la tragedia de Melilla es claro: estamos perdiendo a pasos agigantados la capacidad de sufrir y de ser compasivos. El padecimiento y la compasión son primos hermanos. Olvidar uno significa dar la espalda al otro. “Al dolor ni agua”, reza el eslogan de un analgésico que se anuncia en la televisión. Y al dolor de los demás, lo mismo, ni agua; o sí, el agua que ahoga, como la que causa el naufragio de las pateras, el agua de la indiferencia.

Podemos honrar a las víctimas recordándolas de muchas maneras, entre ellas la oración desde diversas religiones. Pero no deberíamos caer en el error de limitarnos a llorar la tragedia y culpar a las fuerzas de seguridad, gestores y políticos, volviendo a la rutina de nuestras confortables vidas. No hay que olvidar a las víctimas, pero tampoco hay que olvidar que tenemos una asignatura pendiente con el sufrimiento y la compasión.

Cuando en la cola del supermercado estamos a punto de pagar y detrás hay alguien que por casualidad solo lleva una cosilla, puede que no le dejemos pasar. Lo vemos con el rabillo del ojo, haciéndonos tal vez los despistados, para evitar la vergüenza de nuestra falta de gentileza. El otro “sufre” al ver nuestro carro a rebosar. Claro que ese sufrimiento no es comparable con el de los emigrantes, pero, ¿acaso lo pequeño no prepara para lo grande?, ¿no son en estas escenas cotidianas, aparentemente irrelevantes, donde educamos a nuestra conciencia? Si no somos capaces de dejar pasar a ese vecino en la cola del supermercado, ¿cómo vamos a ser capaces de dejar pasar la valla a los extranjeros? En ese momento de tensión, ante la caja, tenemos la cara seria, adusta, intransigente. Con el paso del tiempo, en este último siglo, nuestro rostro se ha ido puliendo, se ha ido endureciendo, ha ido perdiendo los matices amables, alegres, compasivos. Ha sufrido una evolución parecida a la de las letras de las canciones infantiles de nuestros padres y abuelos, comparadas con el reggaeton que escuchan ahora los niños. Adiós a la ingenuidad. Pero la ingenuidad era una puerta que dirigía a la compasión.

Necesitamos valorar el sufrimiento humano en su justa medida, fuera del antiguo extremo del masoquismo, pero fuera también del actual extremo del hedonismo. La escuela del rostro es un buen lugar para ello. Recuperemos los álbumes de fotos familiares, las películas antiguas, fijémonos en los rostros, preguntemos a nuestros abuelos qué cara pusieron cuando fueron acogidos en tantos países en los que acabaron emigrando. Se pregunta una copla por qué vienen tan contentos los labradores, después de pasar todo el día trabajando duramente en el campo. “Más se perdió en Cuba y vinieron cantando”, reza otra expresión popular que viene aquí muy a cuento, porque lo que nos molesta son las caras que reflejan el fracaso, incluida la nuestra. El asaltante, visto de esa perspectiva tan nefasta, es peligroso porque, si logra su objetivo, es decir, si tiene éxito, será un competidor más por otros éxitos.

Practicar la rostrología, visitar la escuela de los rostros, y de todos ellos, el que más compasión refleja, quizás sea el de las madres, y en especial el de la madre por antonomasia en la religión católica, la Virgen María. Hasta no hace mucho, la gente llevaba en la cartera estampitas de una virgen a la que tenía especial devoción. Algunos todavía la llevamos, pero la sacamos mucho menos que a sus compañeras, las tarjetas de crédito. Tal vez, si rompemos con esa inercia podamos ser un poco más compasivos. Un pequeño gesto puede tener grandes consecuencias.