Tribuna

Cuaresma 2024: Dios en el desierto

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Nos cuenta el Evangelio de Marcos cómo “en aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el evangelio de Dios. Decía: ‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el evangelio'”.



Empujado al silencio del desierto

La realidad de la vida y el contexto nos van llevando a situaciones que se convierten en desiertos personales, familiares, laborales, históricos. Ahí no solemos ir por gusto, sino que somos empujados. Forma parte del ser criaturas el vivir desde el empuje y la fuerza que nos conduce a situaciones que hemos de vivir y transitar. Pero el desierto es un lugar abierto para modos de vivir elegidos, Jesús eligió estar tranquilamente y aprender a vivir desde el silencio, rodeado de alimañas y, a la vez, servido por ángeles.

En el desierto están al mismo tiempo esas contrariedades que sólo se descubren en lo profundo, en el interior. En esas situaciones se pueden clarificar principios fundamentales de vida, desde el dolor propio y ajeno, y rehacerse frente a las alimañas por caminos de novedad y de Evangelio, es un reto de conversión profunda la que posibilita el silencio elaborado en el desierto. Comenzar la cuaresma es una invitación seria para poder volver a Galilea con un espíritu nuevo y evangélico.

La sed en el desierto del fracaso

“Javier está en una situación no elegida. De un modo u otro, no sabe cómo, se ve abocado a vivir en un modo donde le falta el sentido. Se levanta cada mañana en la sed de un desierto impuesto, su vida no tiene sentido, le faltan las ganas. Hace un ayuno no seleccionado.

Hace años, tras muchas vivencias laborales, de matrimonio, paternidad, en lugares distintos, vuelve a recalar en la ciudad de origen, cuando ya estaba en madurez aparente. Al volver todo se vuelve en contra, así lo vive él, las alimañas anónimas y feroces, le despojan como a un Job cualquiera de todo lo que le había rodeado. Sin trabajo, sin casa, sin esposa, sin hijos… en el centro hermano sin hogar, sin referencias, pero sobre todo sin espíritu.

Un hombre fotografía el amanecer en San Sebastián. EFE

Un hombre fotografía el cielo este lunes al amanecer en San Sebastián EFE/Javier Etxezarreta

El corazón de la madre le da refugio en la casa materna como hijo pródigo. Ahora sobrevive, pero no está viviendo, está en puro desierto humano y existencial. Se revuelve en culpas y le faltan ganas, sentido para estar en Galilea y poder tener aliento y decir palabras de ánimo. Me busca para hablar, necesita entrar en el desierto de otra manera, se desahoga, conversación de horas… para narrar su dolor historiado, su desnortamiento. Tiene psicólogo, psiquiatra, pero no le pueden dar el Espíritu, le calman, pero no obtiene la salud, necesita los ángeles que sirven desde arriba.

Hablamos de volver a encontrarse consigo mismo, de aceptarse y aceptar la situación, de vivirla desde claves de amor a sí mismo y para eso ha de salir del mundo de las culpabilidades, rencor, reacción y adentrarse en un terreno nuevo. Hay vida en él y posibilidades, hay que resucitar y ha de hacerlo desde ese desierto donde vislumbramos que no es imposible el oasis de la verdad y la bondad, aunque la sed sea asfixiante y le ahogue. Camino de cuaresma, tarea ardua, el espíritu le está empujando a la novedad, pero desde el desierto silenciado y elaborado. Nos sirve de entrada la lectura de la reflexión de V. Frankl en su pequeña obra “el hombre en busca de sentido”.

Dios se hace en el silencio

Dios se revela en el silencio del desierto, el señor del paraíso se da en la aridez fecundando oasis de esperanzas. Misterio inescrutable de poder liberador y salvador. En el barro del caos fue creador de todo y vio que era bueno, con sus manos formó al hombre en medio de esa sed terrena de arcilla y le insufló su espíritu uniendo el cielo y la lluvia, a la estepa desértica. Desde entonces el ser humano y la historia es lugar de desierto y de cielo, tierra y espíritu, espacio de libertades para el encuentro o el desencuentro. Para la vida o la muerte, para el diluvio o la sed en el pedregal, para el camino y la alianza. En ese proceso de tensión y libertad se va descubriendo el sentido de la historia.

La clave de horizonte no se encierra en los límites de lo histórico, donde Job ha de gritar apasionadamente que el amor divino se queda en crueldad, si ese rostro de bondad no ilumina el desierto de la contradicción que emana de la injusticia y el sufrimiento del inocente. Hay inocencia sufriente que reclama justicia, pero esa luz liberadora ha de descubrirla en la relación amorosa que soporta y bendice la historia y sus heridas, en el Dios que peregrina con el pueblo y pasa sed con él y busca agua en las rocas.

Con el peso del sol y su calor

El pueblo de Israel ha de caminar con el peso del sol y su calor, arropado con nubes, con fuegos en la noche para no perderse y poder seguir caminando. Su debilidad y su sufrimiento se convierten en gritos que, oídos por su Señor, se convertirán en acción transformadora que conducirá al pueblo a una tierra prometida más allá de la esclavitud por el paso interior de un camino desértico, desvelador del misterio salvador del que ama al más pequeño de los pueblos. Es ahí, en ese dolor peregrinante, donde se desvela el misterio central de la vida en el puro y gratuito amor que vence la esclavitud y la muerte, que se hace pascua.

Jesús es silencio y anonimato del poder divino en medio de la historia, uno de tantos, hijo de José y María, se hace peregrino despojado de todo que se puede ver en los palacios, a pie descalzo va por los caminos de lo humano como un sediento de pobres aguas que han de volverse a beber porque no apagan la sed, siendo él el agua viva. No hay otro oasis que apague la sed que el encuentro y el abrazo de este Dios humanado en lo árido y seco de la vida personal y comunitaria. Un encuentro pascual que nos arropa en el frío gélido del vivir y nos protege con la sombra en su amor en los estíos de cada historia y de todas las historias.

El reto cuaresmal es poder descubrir mis propios desiertos -ceguera, lepra, pobreza, muerte, soledad, fracaso…- y sentir como en ellos Cristo me espera para ser compañero y oasis desde su propia historia resucitada. Será ahí, donde me veo empujado, donde descubriré, con el silencio amoroso y profundo de una brisa suave, que me despertará para el evangelio en la Galilea de cada día. Qué ganas de poder ir a Juan el bautista, a toda la historia que se pregunta confundida por el dolor y la contradicción injusta, y decirle en primera persona, desde mí mismo, que los ciegos ven, los cojos andan, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncian buenas noticias.