Tribuna

¡Cómo me dueles, Iglesia!

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La Iglesia es mi familia, fue un regalo que recibí a la semana de nacer en un día de la Virgen. Perdí a mi madrina a los 11 años, y aún la recuerdo como una mujer maravillosa que transparentaba a Jesús, y me hacía sentir la alegría de esa relación ahijada-madrina que se había dado porque Dios es Padre.

La Iglesia es una comunidad que nació hace dos mil años con el ideal de cambiar el mundo, bajo la premisa del amor como Buena Noticia y el anuncio kerigmático de que Cristo resucitó.

Y así navegó y navega como un barco -bastante usado- que ha llevado a muchos pasajeros a buen puerto, y sigue navegando por aguas mansas y por aguas turbulentas.

Es mi familia, y me duele cuando los miembros de esa familia nos adueñamos de este regalo para aspirar a cargos, para manipular, para ascender, para lastimar, sencillamente porque nos olvidamos de amar.

Dolores…

¡Cómo me dueles, Iglesia, al escuchar chismes y primicias inventadas para lograr atención de los “importantes! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando las misas son celebradas como un trámite y las homilías son una cátedra! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando llega un pobre y le dicen que vuelva la semana que viene a Cáritas, ahora está cerrado! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando olvidas tu historia y no le das lugar a la mujer! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando no nos saludamos en la Parroquia! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando no se respeta a los más pequeños y los profanan! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando tus miembros ocupan los primeros bancos! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando cierras las puertas y no sales a buscar a los no-iglesia! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando no celebras con el pueblo! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando no miras a los santos y beatos y a los santos de la puerta de al lado! Como me dueles, Iglesia…

Con estos dolores podemos hacer mucho. Son el enunciado de aquellos lugares en donde falta evangelización en la propia Iglesia, con la consigna de que -por origen- es Santa y Pecadora y siempre necesitada de purificación. No debemos quedarnos en las faltas, sino hacer de ellas motivos de nuevos caminos misioneros para llevar a Cristo allí, en donde está diluído. Son espacios de escucha, de sintonía con Dios, para discernir la vida nueva que allí se está gestando, aunque parezca que sólo hay cizaña. Pero hay más dolores….

¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando juzgan al Papa desde un sillón cómodo! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando no te valoran! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando te combaten como si fueras una amenaza! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando no ven a los Buenos y Santos sacerdotes! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando te critican porque defiendes la vida! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando te tildan de popular porque te mezclas con los pobres! ¡Cómo me dueles, Iglesia, cuando te dicen que eres rica porque tienes bienes y no averiguan ni su origen ni su destino! Como me dueles, Iglesia…

Resurrecciones…

Estos también son dolores, son cruces que nos obligan a mirar hacia Cristo, a invocar a María, a pedir la Sabiduría y la Fortaleza del Espíritu Santo, y a seguir caminando, orando y anunciando el Evangelio, con gestos y con palabras.

Esa comunidad frágil que nació hace dos mil años sigue siendo frágil, necesitada de la presencia sacramental de Jesús. Nos hermanamos con su vida por el Bautismo. Allí somos Iglesia, con sus dolores y sus resurrecciones.