Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Tarjeta roja a Rubiales


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Hay momentos en los que una está “fuera de juego”, tan centrada en otras tareas que no se entera de lo que sucede en el mundo. Cuando, además, te encuentras en otras coordenadas geográficas, el despiste se multiplica. Es lo que podría haberme pasado con toda la polémica que se ha producido en torno a la victoria en el mundial de la selección femenina de fútbol. A pesar de que mi despiste podría estar justificado, ha sido imposible estar al margen de todo lo que, empañando una victoria histórica, ha rodeado la agresión pública de un personaje público y poderoso en el ámbito del fútbol nacional. Irónicamente, lo que podría haberme despistado de la actualidad era que estaba en Perú impartiendo un curso sobre la cuestión de los abusos, así que todo lo sucedido es un ejemplo, en tiempo real y con repercusiones mediáticas, de las reacciones que este tema despierta o puede despertar en todos nosotros las dinámicas abusivas.



Dinámicas abusivas

Como es propio de la condición humana ver con más claridad la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio (cf. Mt 7,3), quizá la polvareda en torno al beso, forzado y no consentido, de Rubiales a una jugadora nos puede abrir los ojos a las reacciones que, también en el ámbito de la Iglesia, brotan ante dinámicas abusivas. Lo que hemos visto es, en realidad, una muestra bastante completa de algo tan frecuente como la mala gestión de este tipo de situaciones.   

Aunque fue un hecho público, hemos sido testigos de la lentitud de reacción de los organismos oficiales, de las justificaciones de todo tipo que pretendían acallar la polémica, de las presiones, explícitas e implícitas, que la víctima ha sufrido, de los diversos modos de cuestionarla y de sospechar de sus intenciones, de titulares que evidencian poca ética periodística responsabilizando a la víctima de las consecuencias del actuar del agresor, de reivindicaciones propias de una masculinidad troglodita, de disculpas que no son disculpas, de las diversas maneras de evadir la propia responsabilidad culpando al feminismo, a posturas políticas, a los medios de comunicación o a la propia agredida… un sinfín de despropósitos que, por desgracia, también suceden cuando las dinámicas abusivas no tienen repercusión social ni mediática, como en nuestras casas, nuestros trabajos, nuestras comunidades, nuestras parroquias o nuestras diócesis.

Ojalá nunca tengamos que enfrentarnos a situaciones como estas, bien por no sufrir un abuso tan flagrante como el que ha tenido que soportar Hermoso, bien porque sepamos cuidar y tratar con la dignidad que se merecen a todas las personas que se crucen con nosotros. Eso sí, inevitablemente vamos a ser testigos de situaciones cotidianas como estas, y tendremos que elegir entre callar, mirar a otro lado y comportarnos como si no tuviera nada que ver con nosotros, o dar un paso al frente y arriesgarnos con tal de hacer aquello que es justo. Podemos ser de los que aplaudimos las justificaciones de los agresores, de los que callamos pensando que el silencio no nos hace cómplices, o de los que apostamos por estar del lado de los débiles, por más que eso implique consecuencias que nos perjudican. Entre estas opciones posibles, me da que Jesús tenía muy clara la suya…