Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Profesores y alumnos ‘enmascarillados’


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Hemos comenzado las clases en la facultad en estos días y no deja de ser curiosa la situación. Tener ante ti a un grupo de personas que no conocías y que están con media cara tapada me resulta una situación muy surrealista. No sé cuánto tiempo van a durar estas medidas sanitarias, pero tengo la intuición de que no será pronto cuando pueda ver el rostro de mis alumnos. No conozco sus caras pero, además, me pierdo muchas de sus expresiones faciales. Por más que prefiera impartir así mis asignaturas que a través de videoconferencia, la situación no deja de ser bastante extraña. Ya escribí en otra ocasión sobre el rostro y lo que nos perdíamos con esta mascarilla, pero cualquiera que se haya puesto delante de una clase comprenderá que la situación es aún más compleja cuando se trata de la relación entre alumno y profesor.



A veces, cuando pretendemos definir nuestra identidad, cometemos el error de pensar que se trata de algo personal y que decir quiénes somos no depende de las personas con las que establecemos vínculos. En cambio, cada vez estoy más convencida de que las identidades realmente importantes son relacionales, esto es, que solo se adquieren en relación. Quienes somos profesores solo podremos ir comprendiendo lo que esto implica en la medida en que tengamos alumnos a los que enseñar. Del mismo modo, los padres y las madres van captando lo que significa serlo en la medida en que tienen hijos y se va desarrollando ese lazo familiar, y así podríamos seguir con muchos ejemplos.

Compartir el camino

Tenemos muchas dificultades para definirnos sin contar con los otros, pues nos construimos con los distintos. Este es el modo profundo de comprender, por ejemplo, la sinodalidad en la Iglesia, la unidad en la diversidad o la pluralidad de carismas y vocaciones en una única comunidad creyente. No somos tanto en función de nosotros mismos como en relación con quienes compartimos el camino de la vida.  

Me cuesta imaginar cómo va a resultar este curso y cómo se van a desarrollar las clases con esa barrera física que nos esconde y que complica el encuentro personal. Ojalá las miradas y el roce diario puedan saltar por encima de esta dificultad, porque aprendo a ser profesora gracias a mis alumnos, igual que cada día descubro lo que implica ser discípula de Jesús tratando con el único Maestro (cf. Mt 23,8).