¿Hay que poner crucifijos en los ataúdes?


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Cada día se ven más ataúdes sin cruz o crucifijo. Respetando las creencias de cada cual, me parece una imagen desoladora y que, en cierta forma, hace realidad el famoso verso de Gustavo Adolfo Bécquer: “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!” (Rima LXXIII). Aunque el féretro esté rodeado por muchas personas, la ausencia de crucifijo o de cruz sobre él pone de relieve una tremenda sensación de soledad. Al menos a mí me lo parece.



Y esta soledad choca con una de las esencias que se pueden descubrir en la Escritura. En efecto, en la Biblia encontramos muchos pasajes en los que Dios y su pueblo son presentados como indisolublemente unidos, como se percibe en la imagen matrimonial empleada para expresar la alianza entre ambos. “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” (Lv 26,12, y muchos otros textos: Jr 7,23; 30,22, etc.), es la frase que resume el concepto de alianza.

Cercanía entre Dios y su pueblo

Esta cercanía entre Dios y su pueblo se declinará en otras variaciones. Así, con el paso del tiempo, en el judaísmo cuajará la imagen de la Shekiná, que no es otra cosa que una especie de personificación de la Presencia de Dios en medio de su pueblo. Una Shekiná que los cristianos percibimos cuando, en el evangelio de Mateo, Jesús es presentado al principio como Emmanuel, “Dios con nosotros” (Mt 1,23), y al final en las palabras del Resucitado: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (28,20).

Funeral Antoni Vadell, obispo auxiliar de Barcelona

En clave espiritual o mística –tanto en el mundo judío como en el cristiano– se ha leído la íntima relación amorosa entre los amantes del Cantar de los Cantares: “Yo soy para mi amado y mi amado es para mí” (6,3). Incluso podría servir de modelo la indestructible relación entre Noemí y su nuera Rut plasmada en estas inolvidables palabras: “No insistas en que vuelva y te abandone. Iré adonde tú vayas, viviré donde tú vivas; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios; moriré donde tú mueras, y allí me enterrarán. Juro ante el Señor que solo la muerte podrá separarnos» (Rut 1,16-17).

Desde el punto de vista gráfico, el llamado icono de Cristo y al abad Menas expresa a la perfección esa relación de amistad entre Jesús y el creyente. Este icono copto, del siglo VI, presenta a Cristo pasando su brazo derecho por el hombro del abad, en una actitud típica y candorosamente amistosa.

Una cruz o un crucifijo sobre un ataúd deja ver, a quien quiera o pueda verlo, que el ser humano nunca está solo, ni siquiera –o especialmente– en el momento singular de su muerte.