Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Benditas imperfecciones


Compartir

El otro día en la universidad nos hicimos la foto institucional. No es algo irrelevante, porque se trata del retrato que aparecerá en todos los lugares oficiales y no salir favorecidos sería una condena a arrastrar durante largo tiempo. Como estábamos avisados, quién más y quién menos intentó ponerse algo más elegante de lo normal. Esa mañana desfilaron chaquetas, camisas y corbatas de una manera muy poco habitual. De hecho, bromeamos bastante entre nosotros, elogiando lo guapos que estábamos o tomándonos el pelo diciendo que era “lo primero que habíamos encontrado en el armario”. Lo gracioso fue que, después de toda la parafernalia, tardamos apenas unos segundos en sacarnos la famosa foto. Al terminar, el fotógrafo nos enseñaba el retrato a cada uno, preguntándonos: “Se te reconoce bien, ¿no?”.



Nuestra mejor cara

Puede parecer una bobada, pero todo esto me ha hecho pensar cómo a todos nos gusta mostrar a la galería nuestra mejor cara. Queremos que, al menos, la primera impresión sea siempre positiva, pero lo importante es que nos reconozcamos en esa imagen que ofrecemos. Es normal que, en momentos puntuales, queramos estar guapos para la foto, pero no se puede vivir buscando esconder nuestras imperfecciones. Estamos invitados a ser lo suficientemente honestos como para mostrar nuestra verdad, aunque no sea tan bonita como desearíamos.

La vida no tiene ni filtros ni Photoshop. Lo que nos hace reconocibles para nosotros mismos y para los demás incluye imperfecciones. Reconciliarnos con ellas nos enseña también a aceptar el límite ajeno y a asumir que tampoco nosotros estamos obligados a cumplir las expectativas de nadie. Somos imperfectos y limitados, “barro” o “polvo de la tierra” en el lenguaje bíblico (cf. Gn 2,7), pero esa fragilidad nos identifica y nos permite reconocernos. Porque esto es lo único verdaderamente importante: que se nos reconozca bien.