Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Aprendiendo de los vencejos… a vivir en el Espíritu


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Últimamente, por alguna razón que no viene a cuento, presto especial atención a los pájaros (y a lo mejor ellos a mí). Hace unos días se celebraba en Segovia el VI Congreso Internacional de Vencejos. Al principio mi imaginación dibujó un gran auditorio repleto de pequeños pájaros negros dialogando con los ponentes, tan pájaros y negros como ellos, pero no… Especialistas de los cinco continentes se dan cita en esta pequeña ciudad, asombrados por la querencia de estas aves en anidar año tras año entre los huecos del Acueducto segoviano y su muralla.



La cuestión es que he descubierto curiosidades apasionantes de los vencejos que me ayudan este año a celebrar la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Verás…

Los vencejos también son llamados “golondrinas sin patas” –pues propiamente no tienen patas– o “pájaros del viento”, pues la mayoría de su vida la pasan, literalmente, volando: comen, duermen, se relacionan, aman y reproducen volando. Para dormir se elevan por encima de los 2000 metros de altura para protegerse de los depredadores y reducen su ágil aleteo de diez a siete movimientos por minuto. Y siguen volando… Por eso, si alguna vez encontramos un vencejo en el suelo, sólo necesitará de nosotros que le llevemos a un ventanal alto con suficiente altura y espacio para desplegar el vuelo de nuevo. Nada más.

Me hacía pensar en hombres y mujeres que realmente han sido capaces de vivir volando. No en las nubes. Bien pegados a la tierra, pero llenos de Espíritu Santo, de esa extraña y preciosa capacidad para volar libres sin dejar de prestar atención a la única vida que tenemos: esta. Y una vida espaciosa, que “en el aprieto recibe anchura” (Sal 4); quizá por eso todo lo que les estreche, encierre o intente aplastar, es un ataque directo al Espíritu Santo que les empuja.

Generar vida

Me dicen que solo pliegan las alas unos días al año para incubar los huevos de sus crías y alimentarlas al nacer. Estas, en poco tiempo, abandonan el nido una mañana volando por sí mismas, sin previo aviso, sin necesidad de grandes aprendizajes, y no necesitan retornar a él jamás.

Son hombres y mujeres que generan vida, que son capaces de detenerse justo por eso: para que otros crezcan, para acompañarles lo suficiente como para que enseguida, cada cual según sus capacidades y su ritmo, decidan lanzarse a volar también.

Con escasos 40 gramos de peso, los vencejos son capaces de superar los 100 km/h y hacer más de 1000 km al día. Como buena ave urbana se adapta perfectamente a los entornos humanos y sus edificios, con especial querencia por las rendijas altas y cornisas, mientras nos avisan del inicio de la primavera y el buen tiempo.

 

Los hombres y mujeres del Espíritu Santo no requieren especial apariencia o peso. Hasta pueden pasar desapercibidos, como si fueran frágiles y pequeños. Del montón. Pero su capacidad de aguante les permite llevar a cabo hazañas que parecen increíbles. Cotidianas. Casi nunca escandalosas. Son más de buscar rendijas y huecos en los que anidar. Como el mismo Espíritu Santo.

Quizá por eso también son pacientes, en el sentido más evangélico de la palabra. Tienen ‘hypomoné’: que es más que la calma o el aguante, es resiliencia, es continuar adelante, con libertad y alegría haciendo frente a los contratiempos. Siempre me viene la misma imagen que aprendí con Fernando Rivas: ‘hypomoné’ es la actitud del gladiador que aguanta con habilidad y fuerza el peso de su contrincante para que no llegue a tumbarlo en la arena. Esa tensión sana, a veces dolorosa y siempre inevitable, que es vivir. Y no lo hacen por soberbia u orgullo; lo hacen porque una fuerza mayor les alienta por dentro. En palabras de Tertuliano, “donde está Dios, allí está también su protegida, la ‘hypomoné’ (paciencia), y cuando el Espíritu de Dios desciende le acompaña la inseparable ‘hypomoné’” (‘Sobre la paciencia’ 15,6).

Decía una de las especialistas en el Congreso que las poblaciones de vencejos han descendido en más de una cuarta parte en los últimos 10 años: “Que cada vez veamos menos no es algo anecdótico, sino una poderosa señal de alarma”.

Y pensé exactamente lo mismo. No sé si han descendido los hombres y mujeres que viven dejándose llevar por el Espíritu Santo. Pero, sin duda, el mundo y la Iglesia necesitan más. Si hemos dejado de volar; si no nos hacen daño los espacios raquíticos y encerrados; si creemos que la capacidad de recorrer kilómetros depende más de nuestra “peso” (personal, social, laboral…) que de nuestra capacidad interior; si no paramos al menos una vez al año para generar vida y que otros se unan a nuestro vuelo; si necesitamos cuidados espacios y tiempos y proyectos para vivir y no somos capaces de encontrar rendijas para habitarlas; si la única paciencia que tenemos es pasiva y triste, dura y sufrida, pero sin alma; si es así, escuchemos esta poderosa señal de alarma. El estridente chillido de los vencejos nos avisa. El Espíritu Santo está deseando hacernos volar de nuevo.