Raúl Molina
Profesor, padre de familia y miembro de CEMI

A propósito del Big Bang


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Este fin de semana he coincidido con un estudiante de segundo de Ciencias Físicas que está a punto de confirmarse y que, en un diálogo distendido sobre el sentido de la fe, planteaba como cuanto más avanza en sus estudios, más razones encuentra para no creer en la existencia de Dios.



Hay niños que observan día tras día broncas entre sus padres y no cuentan que estos vayan a divorciarse; muchos familiares de enfermos terminales siguen esperando su curación; algunos trabajadores que ocupan doce horas diarias a enriquecer a otro, no se autodenominan explotados. Somos dados a negar lo que nos sobrecoge, lo que nos supera, lo que no podemos manejar, lo que no comprendemos.

Algunas visiones científicas hacen esto mismo con Dios, como no lo comprenden, lo niegan. De manera mucho más sofisticada, eso sí.

Si algo tiene que agradecer la humanidad a la modernidad, es la aparición de la ciencia. La ciencia es un regalo innegable que nos posibilita el don del conocimiento y una mejora de muchas de nuestras condiciones de vida. El conocimiento de la naturaleza que la ciencia ofrece al hombre, posibilita protegernos de las dificultades adaptativas que los seres humanos tenemos en esta. Desde el dominio del fuego, hasta la vacuna del Covid, el conocimiento científico ha permitido que suframos menos las inclemencias de la intemperie.

El mundo y la ciencia

Sin embargo, lo que es un magnífico lenguaje para acercarnos a la realidad y describir una parte de ella, ha suplantado a la naturaleza misma y pretende explicarlo todo. El positivismo que pretendió imponer que solo era real lo demostrable por argumentos lógico-matemáticos -proposición, por otra parte, completamente indemostrable- parece haber ganado la batalla.

Así, el mundo es lo que la ciencia dice de él y su hija mayor, la tecnología, es la que hace con el mundo lo que considera posible, aunque no sea conveniente.

El problema, entre otros muchos, es que hay infinidad de realidades no ponderables que se escapan del alcance del conocimiento científico. Por eso, en cualquier universidad pública encontramos que, además de matemáticas, física e ingeniería, también se estudia filosofía, derecho, sociología, psicología, ciencias políticas, bellas artes e, incluso, en países tan poco sospechosos de no ser desarrollado como Alemania, teología. ¿Por qué nos permitimos el lujo de considerar que algunos conocimientos son innecesarios, menores o despreciables cuando quedan fuera de la capacidad descriptiva de la ciencia? Igual que en la Edad Media europea nada podía ser explicado sin aplicar el filtro de la teología, hoy en día hemos cambiado unos dogmas por otros y todo acercamiento a la realidad tiene que pasar por el tamiz del método científico. Este es uno de los grandes argumentos del laicismo, que lejos de potenciar el respeto a los múltiples credos e ideologías, pretende eliminar lo religioso de la vida pública de nuestras sociedades alegando falta de rigor científico.

Big Bang

Olvidar esta pluridimensionalidad de la realidad y reducirla a lo que la ciencia es capaz de conocer de ella y equiparar la realidad a la naturaleza material, deja fuera aspectos tan relevantes del conocimiento como, por ejemplo, la reflexión ética sobre la aplicación de los avances tecnológicos. El fallido vuelo de Ícaro, la arrogancia de Prometeo, o la confusión en la torre de Babel ya pretendieron evidenciar los peligros de la soberbia humana frente al poder inabarcable de los dioses. La realidad siempre está más allá de lo que podemos alcanzar.

Parece que la humanidad ya es capaz de saber cuándo y dónde se produjo el big bang, pero sigue sin tener ni idea de cuál fue la conciencia que lo provocó.

Conviene sacudirse el polvo.