Juan Pablo II, a los altares

JOSÉ MARIANO PÉREZ SOLANO, Párroco de Arroyo de la Encomienda y La Vega (Valladolid) | La canonización del papa Wojtyla vuelve a ser para el mundo un reto que recuerda a la cristiandad que durante 25 años, un hombre henchido de humanidad y eclesialidad, se convirtió en una luminaria inapagable para una sociedad que se había propuesto eliminar de la persona los valores más imperecederos.

Wojtyla, desde su sede cardenalicia de Cracovia, se vio obligado, por su elección papal, a trasladar a Roma, junto a la nostalgia de su Polonia, todo un gran bagaje de sentimientos y esperanzas. Desde la humilde experiencia de mi encuentro con aquel cardenal, verdadero atleta de Dios, quiero proclamar con toda la fuerza de la que soy capaz, que aquella comida en su Palacio Episcopal, y la posterior y frecuente comunicación epistolar que sostuvimos a mi vuelta a España, la hondura de sus planteamientos teológicos, y su profunda sencillez y cercanía, me dejaron marcado como creyente.

¡Qué alforja de emociones recogí desde mi rica experiencia de enviado especial de Radio Cadena Española en aquel inolvidable viaje pastoral! Después tuve la dicha, en varios de mis viajes a Roma, de poder palpar al final de la audiencia, aunque fuera unos breves minutos, la riqueza del inmenso corazón de Juan Pablo II.

Pocos meses antes de su muerte, también estuve, junto a cientos de miles de peregrinos, en la Plaza de San Pedro, celebrando las Bodas de Plata Pontificales. Me pasé toda la celebración llorando, al verle tan jadeante y agotado. Su potente voz estaba apagada y sus vigorosas manos temblaban por el párkinson.

Su muerte tiñó de luto a toda la humanidad. Los auténticos intelectuales, y las personas de bien, proclamaron que el siglo XX se había quedado huérfano de paternidad y de liderazgo. Algún pensador polaco dijo que el Vístula bajaba crecido por tantas lágrimas, entre ellas, las mías.

No sé si podré estar físicamente en Roma (y bien que lo lamento) en la ceremonia de tu canonización. Posteriormente, iré a tu tumba a rezar y agradecer a Cristo, de quien fuiste fidelísimo representante en esta tierra, que te haya presentado al mundo, como imitación y como gloria. Y, naturalmente, seguiré gritando, con toda la fuerza de mis pulmones: “¡Santo súbito, santo súbito!”.

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En el nº 2.850 de Vida Nueva.

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