Al aire de Dios

(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid) El hombre no descansa, en su afán de descubrir el universo, enviando sondas a distancias enormes, buscando, sobre todo, algún signo de vida. Los frutos, sin embargo, son más bien escasos por ahora. En cambio, en nuestro planeta abunda la vida todavía, a pesar de lo mal que hemos gestionado el nido que Dios nos regaló.

En la Escritura, el Espíritu Santo utiliza algunos símbolos de la creación para indicarnos su presencia en nuestras vidas, como el agua, el fuego y el aire. Pero el aire, además, lo asume como su nombre propio en la revelación trinitaria. Él es el soplo, el aire de Dios, Ruah Yahvé. Si se puede vivir muchos días sin comer y muy pocos sin beber, es que sin respirar no podemos vivir muchos minutos. El aire es nuestro más urgente y necesario alimento.

Pero es que ni siquiera podríamos hablar sin aire en los pulmones, ni oír la música, ni siquiera ver la luz del sol con los infinitos matices que le da la atmósfera según las horas y los tiempos. El aire es como la placenta de los hombres, animales y plantas, llenando hasta los más profundos recovecos de simas y cavernas del planeta.

¿No será así la necesidad de la presencia del Espíritu en nuestras vidas, no solamente en los grandes momentos, como en el bautismo o el día de Pentecostés, sino en todo momento y en todas partes donde estemos? ¿Podemos oír bien la Palabra de Dios sin la transmisión del aire del Espíritu, dar catequesis o decir simplemente amén sin su soplo y su aire? ¿Podemos, sobre todo, ejercer el amor y el amar sin esta Persona que es el Amor intratrinitario, vínculo divino entre el Padre y el Hijo?

Los higienistas nos recomiendan que respiremos bien, que llenemos del aire los pulmones. En esta fiesta de Pentecostés, bien podríamos renovar o aprender la buena costumbre de respirar hondamente el aire del cuerpo y el del alma, el del suelo y el del cielo; como el barco velero, al aire de su vuelo.

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