El capellán

DOMINGO ALBARRÁN, OP. Correo electrónico | Tendido el enfermo en su cama, vencido en su debilidad, se abre a cualquier protección y ayuda. Absolutamente todo agradece, aunque no lo manifieste, porque no puede. Médico, enfermera, capellán, todo el potencial hospitalario busca el medio más eficaz para paliar, aligerar su dolor y curar.

Aliviar, consolar, sanar. El enfermo es quien lleva la dura y pesada cruz de la enfermedad. Sufriéndola en sus carnes y su espíritu. Él es el epicentro de la máxima atención, a quien deberán concurrir todas las posibles soluciones.

El momento más soñado y esperanzador del capellán es el que comparte con con el enfermo. Acercarse a él en paz y sosiego, el paso primero obligado. El capellán tendrá que ingeniárselas para verle tal y como es en su situación, y adentrarse en la entraña que le atormenta. Para ello es necesario que lo escuche. Para dirigirle y encauzarle hacia la alegre senda de la esperanza.

Mantener abiertas las puertas a la confianza, al diálogo, a la comunión llana y sincera. ¡Tiempo sagrado el del capellán, como sagrado es el enfermo! Hay que tener presente que el estado anímico de cada enfermo es distinto. Más que hacerle preguntas, es hacerse eco de su situación, de sus suspiros y lamentos, pues son la expresión auténtica de un lenguaje que habla con muchísima más lucidez que las palabras. El lamento y la queja es su respiración, auténticos pedigüeños que claman atención, ayuda.

Para el enfermo, inmerso en el mundo de su espantoso dolor, el capellán es el amigo, el compañero cercano, el consolador. Su cercanía es bálsamo. Permanecer junto a él, pegado a su cama, sentado en la silla, sin importarle el tiempo, puesto que el enfermo es el auténtico interesante, el principal. Una vez abiertos a la esperanza y a la autenticidad enfermo-capellán, es cuando aflorará con toda naturalidad el torrente suplicante espiritual de la oración y los sacramentos, que se encaminarán diáfanos hasta las sendas del más allá, horadando espacios enzarzados con el Misterio.

En el nº 2.786 de Vida Nueva.

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