A Dios por el arte

Imaginen un matrimonio de campesinos en el siglo XIV. Viven con la conciencia de que, hagan lo que hagan, aunque trabajen de sol a sol y la cosecha prometa, aunque disfruten de tierra fértil y buen abono, hay un factor externo a ellos que es incontrolable e impredecible. Con la cosecha, como con los hijos o con la salud (con todo lo importante de la vida, en realidad), saben que hay un ingrediente misterioso, una mano invisible que guía el destino de las cosas, las personas y los pueblos. Por eso viven toda su vida con esta conciencia vuelta hacia el Misterio.



Así, la religión es aquello que les permite canalizar razonablemente todo lo que viven diariamente: es lo que les explica, lo que les permite orientarse en un mundo que les es cotidiano y, al mismo tiempo, ajeno y misterioso. En un mundo así, con una cosmovisión así, no hay nada que tenga más sentido que rezar el ángelus a mediodía o recibir catequesis observando los frescos de las iglesias.

Todos somos conscientes, en mayor o menor medida, de que es necesario reconstruir el camino, volver a colocar el arte en su lugar sagrado: como puerta de acceso a lo trascendente. Por eso, Benedicto XVI hacía referencia con frecuencia a la via pulchritudinis, a la belleza como camino hacia el infinito y la verdad, un camino que “el hombre de hoy debería recuperar en su significado más profundo”.

Y por eso un escultor, un músico, una pintora y un arquitecto decidieron realizar este viaje juntos y pusieron en marcha la Fundación Vía del Arte, que busca no solo la promoción del arte y de los artistas, sino también “la renovación e integración de las diversas disciplinas artísticas y la investigación, formación e intercambio de experiencias y conocimiento”, según el escultor e imaginero Javier Viver, patrono de esta iniciativa junto a Ignacio Yepes, María Tarruella y Benjamín Cano.

Becas para los artistas

Una de las principales obras de la fundación es el Observatorio de lo Invisible, una escuela de arte y espiritualidad que busca ser, precisamente, ese movimiento de retorno al arte como puerta de acceso a la trascendencia. “Observar lo invisible es adentrarse en ese territorio que llamamos el misterio de todas las grandes cosas que tienen que ver con el ser humano. Y el arte es la vía preferencial para hacerlo: nos pone en relación con el Misterio”, dice Viver, autor de La Bella Pastora para Iesu Communio y la Virgen de Hakuna, así como de otras innumerables obras que tienen el acontecimiento cristiano como su razón de ser.

Él es también el alma mater de esta semana en la que arte y espiritualidad se dan la mano: seis días de convivencia intensa en el Real Monasterio de Guadalupe, en Cáceres, el conjunto monumental patrimonio de la humanidad donde los frailes franciscanos hospedan a cien alumnos en búsqueda. Fray Guillermo recibía a los huéspedes con el saludo de “paz y bien”, conminándoles a cuidar un sitio que, por ser casa de Dios, es de todos, y animándolos a vivir atentos a la fuerza de la Providencia en esos días. “Nunca había dormido en un monasterio”, decía uno de ellos, con los ojos entornados por el asombro y la belleza del claustro. Procedentes de todas partes de España, entre los entusiastas asistentes priman los jóvenes, ya que diferentes universidades ofrecen becas para contribuir a la formación de estos artistas, algunos de ellos ya consagrados.

Concierto benéfico

En su primera edición, la joven cantautora Paz Sánchez Terán, que acaba de terminar su segundo curso universitario, vivió en el Observatorio de lo Invisible una experiencia que cambiaría su trayectoria vital para siempre. Movida por el deseo de que otros pudieran experimentar lo mismo que a ella le había cambiado la vida, organizó un concierto benéfico con cuyos fondos han podido acudir este año cinco alumnos nuevos. Los novicios se maravillan: “¿Es esto un anticipo del cielo?”, dice otro, expresando el deseo de una vida así, que transcurre entre el estudio, el trabajo, la oración y la conmoción de la amistad.

Pero también hay quien repite. Tal es el caso de la escritora Teresa Zurdo, que ganó el Premio de la Universidad Complutense de Literatura en su modalidad de narrativa, o del compositor Luis Meseguer, que quedó finalista en el Festival de Música Sacra Fernando Rielo 2021.

Meseguer, que acaba de terminar la carrera de Composición Musical, concibe la música como “un puente entre lo terrenal y lo espiritual”: arraigado en tradiciones antiguas y medievales, rescatando y dialogando con la tradición, su lenguaje fluctúa entre la contemplación, el misterio, la claridad… y el amor por cada una de las notas. “Tras el velo de la música hay luz, amplitud, profundidad y una presencia silenciosa”, destaca este joven catalán.

Siete espacios de creación artística

La idea de esta semana no es solo reflexionar sobre el arte y sobre su pertinencia o no para introducir al hombre contemporáneo en un plano ambiental: también hay que ponerse manos a la obra. Por ello, los talleres son prácticos: siete espacios de creación artística en los que los alumnos son guiados por grandes figuras del mundo artístico.

El de fotografía, titulado Luz, emoción y tiempo, lo imparten los hermanos Sema y Eduardo D’Acosta, que trabajan con la luz como elemento constitutivo de la fotografía. “Estudiamos su genealogía pictórica y su aplicación hoy. El objetivo final es que los participantes entiendan que la luz es el puntal clave que contribuye a potenciar la fuerza expresiva de una imagen, y en las prácticas nos inspiraremos en los cuadros de Zurbarán y el ciclo de pintura de los Jerónimos”.

“A partir de la observación de lo natural, en este entorno único como es el Monasterio de Guadalupe, aprendemos a mirar para ver. Un pintor tiene que saber mirar para poder ver, pero también tiene que centrarse en el ser, en nosotros mismos y en quien tenemos enfrente, para conocernos a través de la pintura”. Esta es la propuesta de la pintora Elena Goñi, que en el taller Saber mirar para ver pone a sus alumnos a observar, primero, y a plasmar, después, el fruto de su mirada, porque “educar la mirada es lo primero”. Y en la relación entre arte y trascendencia, lo tiene claro: “El arte te lleva a donde quieras ir. Si tú quieres ir a Dios, te llevará a Dios. Si quieres ir a otros sitios, te llevará a otros sitios. Pero el trabajo, el compromiso y la responsabilidad son de cada uno”.

También educa la mirada Izara Batres, doctora en Literatura, escritora y poeta. En el taller El pasaje invisible, desarrolla la creatividad de sus alumnos a través de tres perspectivas: la poesía, la narrativa y el guion de cine. “Son tres lenguajes diferentes y complementarios, que nos ayudan a establecer un diálogo con lo trascendente”. “La única manera de acercarse a la verdad al máximo y de crear belleza es, precisamente, percibiendo lo invisible a través de la metáfora, de las imágenes, de la poesía, de la prosa. Cuando el poeta habla con una imagen, no lo hace gratuitamente, sino que lo hace porque está en esa persecución precisamente de la verdad, del sentido de lo que significa algo para él, de eso que reverbera dentro y que nos llama ‘hacia el otro lado’: solo por esa brecha puede alcanzarse el sentido último de las cosas”.

En teatro, el afamado Joaquín Notario, que ha desarrollado gran parte de su carrera teatral en el seno de la Compañía Nacional de Teatro Clásico –con obras como La vida es sueño, El alcalde de Zalamea, El perro del hortelano, La dama duende o La discreta enamorada–, y en cine se ha puesto a las órdenes de David Trueba o Pedro Almodóvar, busca el acercamiento de los asistentes a los textos místicos y de contenido espiritual en lengua española. “En Escena y Alma entendemos cómo nuestro teatro es espejo hacia fuera, pero también hacia dentro. Todo ello aderezado con un trabajo intenso de técnica de verso”.

Acto de comunión

El taller de encuadernación y bordado corre a cargo de Natalia García Vilas y Yolanda Andrés, que bordan y encuadernan la vida misma, también como acto de comunión, de compartir el camino hacia algo más profundo. La historia de Yolanda Andrés empezó, de hecho, por una conmoción: su hija nació con apenas 700 gramos, y ella se pasó un año entero en el hospital, haciendo el piel con piel, rezando y alentando una pequeña vida que luchaba por abrirse camino. Pasó de ser una gran ejecutiva, directora de arte de una gran empresa, a volver a relacionarse con el hilo, la aguja y la tela, como corría por su sangre: sus antepasados zamoranos trabajaban el lino. “Me pasé un año escribiendo un diario y tejiendo y bordando, con mi pequeña en el pecho. Los hilos se convirtieron en mi salvación: coser era como rezar un rosario”. Montó un taller de bordado, y ha acabado trabajando para grandes empresas, como Loewe, y otras artesanas, como Zubi Design.

En el taller conoció a Natalia García Vilas, una mujer que ama lo que hace con una intensidad que solo se explica en relación con la alteridad. “Mi día comienza en silencio: madrugo, acudo a misa para poner mis manos y mi corazón al servicio de Dios. Sin la contemplación, sin el silencio, sin el reposo, nada sería posible”, explica esta catalana que incorporó el bordado –que le había enseñado su madre– al mundo del papel y la encuadernación. Las portadas y poemas bordados en papel, las guardas elaboradas con aguadas, la tipografía, el bordado abstracto y más experimentaciones aportan a un libro o cuaderno un sello de autor. Ella reivindica el oficio, más allá del arte: “Hay que recuperar la dignidad del trabajo manual, de la tradición, del amor por las cosas bien hechas”.

Con las manos trabaja también el escultor Pedro Quesada. Escultor y pintor, licenciado en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid, ha sido ayudante del pintor y escultor Antonio López y del escultor Francisco López. “La arquitectura trabaja con el espacio, la pintura trabaja con el color, la música trabaja con los sonidos, la escritura trabaja con la palabra y la escultura trabaja con la materia, que justamente es lo más opuesto a lo invisible”, explica mientras ayuda a una alumna a dar forma a la expresión de los ojos de uno de los bustos que realizan en el Observatorio. Quesada comparte el juicio sobre el siglo XX, en el que el arte se movió “en un subjetivismo atroz, olvidándose de la belleza, de ponerse en relación con lo trascendente”.

Decía san Agustín que “quien canta, reza dos veces”, pero bien podría haberlo dicho el propio Ignacio Yepes. En Para ti es mi música, Señor, el compositor, director fundador de la Orquesta Filarmónica del Arte, de la agrupación coral Koiné Ensemble y director musical del grupo internacional Donaires Ensemble, aborda este taller desde la escucha y la interpretación coral e instrumental de su obra “para profundizar en el misterio de la relación del hombre con Dios”.

Hijo del guitarrista Narciso Yepes –divulgador de la guitarra de diez cuerdas, caballero de la Orden de Isabel la Católica y miembro de la Real Academia de Bellas Artes– y padre de hijos también músicos, para Yepes la música es parte de su familia, de su fe, de su vida entera. Aunque se licenció en Ciencias Matemáticas y Astronomía, completó sus estudios superiores de música en España, Francia, Italia y Estados Unidos. En España se especializó en flauta travesera, flauta de pico, violín, piano, dirección de orquesta y composición en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid y en el Conservatorio Superior de Murcia, mientras en París estudió dirección de orquesta con Nadia Boulanger, Narcís Bonet e Igor Markevitch, en el Conservatorio Americano de Fontainebleau y l’École Normale de París, para luego perfeccionarlos en Maine y en Siena.

Para ti es mi música, Señor es toda una declaración de intenciones. Hasta tal punto es así que, entre sus cien obras compuestas, se encuentra Seréis mis testigos, el himno que compuso para la visita de san Juan Pablo II a España en 2003. Entre sus obras, hay salmos, cantos a la familia, cantos de invocación al Espíritu Santo, de entrega a la Virgen María; cantos que recorren la palabra de Jesús. “Cantar puede ser rezar, o puede no serlo. Igual que no todo lo que está escrito con palabras es literatura, no todo lo que está compuesto con notas musicales es música: la música, como otras artes, nos pone en relación con la Belleza (con mayúsculas). La belleza nos lleva a la luz, nos muestra la verdad y es, de hecho, la mejor forma de conocimiento”. Su hijo Guzmán Yepes, que participa en el taller de su padre, pero que también es su mano derecha –y es, además, quien guía la oración de la tarde con los cantos del maestro–, va más allá: “La música no es solo de las artes que más me acercan a Dios, sino que es ‘lo único’ que me lleva a Dios, precisamente por la relación entre belleza y verdad. Pero también hay algo de fraternidad en la música: entre quienes la hacemos, entre quienes la interpretan, entre quienes la reciben. La música es verdadera comunión, y donde hay comunión, ahí se hace presente el Señor”.

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