Los obispos de Buenos Aires alientan a quienes asisten a los enfermos de coronavirus

Con una carta escrita por un sacerdote que no quiso revelar su identidad, los obispos de Buenos Aires, en este tiempo de cuarentena, se hicieron eco de sus palabras para hacer llegar un mensaje de esperanza a quienes acompañan a los enfermos graves o moribundos.



La cercanía de la muerte

“Todo ser humano es irrepetible; también lo es el transcurso de su existencia; también el modo de llegar al final del camino”, expresaron. Ese final en este tiempo está próximo. Es la muerte, con lo inquietante, lo misterioso y lo injusto. Lejos de ser melancólicos, quieren fortalecer los corazones, a la hora de contemplar y meditar sobre la propia muerte y la de los seres queridos. 

Para los prelados, este último paso es sumamente difícil. Se lo llama agonía, lucha. “Cuando la agonía se atraviesa de la mano de los seres queridos, el consuelo y el amor fortalecen para esa última pelea. Pero cuando ella se libra en la soledad todo se hace más árido, más extremo”.

Mencionan también los signos que advierten sobre el final: la declinación y el debilitamiento del cuerpo y de las facultades mentales; se desdibuja la forma humana. “Ahora, cuando todo esto es vivido lejos de los seres queridos, se suma, a todo este deterioro físico y mental, un hondo vacío espiritual, un sentimiento, sobre todo, de abandono, que ya no consiste sólo en la ausencia de los afectos, sino en la manifestación de algo más profundo y definitivo. Se ha llegado al límite”.

A imagen del Crucificado

Mario Poli, Arzobispo de Buenos Aires y Cardenal Primado de la Argentina, junto a los obispos auxiliares, recordaron el grito de Jesús en la cruz, un grito que  “compendia todos los gritos y todos los abandonos”: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

Los cristianos, continúan los obispos, “no besamos la muerte, sino el amor con que Jesús muere”. Comentan también la paradoja de la herida: “allí se siente el dolor, pero también el alivio y la cura. Sin herida no se siente nada, sólo hay impasibilidad”.

Por este motivo, en el mensaje, los pastores aseveran: “Donde haya dolor y sufrimiento, donde haya una cruz, ahí está Dios antes que en ningún otro lugar. En la cruz es cuando uno es más hijo. Aquí, la dignidad humana del moribundo asciende a dignidad sagrada”.

El aliento

A quienes asisten a los enfermos, les expresan que están haciendo “una tarea única, muy bella y que nadie más puede hacer: amparar”. “Hagan sentir al enfermo que hay una presencia, que no es tan absoluta su soledad. Toda persona, también en ese momento extremo, tiene necesidad de ser valorada, de ser reconocida, de ser amada”.

Mencionaron, luego, los gestos que pueden realizar con quienes asisten: pueden bendecir al enfermo, bendecir agua, hacer la señal de la cruz sobre el enfermo o el agua, pedir a Dios sus dones, la salud y su bendición. También sobre otros objetos: un rosario, una estampa; están facultados para hacerlo. También les piden que no lo hagan si no ven el deseo del enfermo. Sostienen que la presencia silenciosa es, a veces, una comunión íntima y profunda. Cuando el enfermo o el que asiste no son creyentes, la presencia y el afecto valen tanto como en el otro caso. 

“Queremos reanimarlos, avivar el impulso. No se nos escapa que la tarea es dura, sacrificada, que puede desgastar, insensibilizar, producir disgusto, enojo por cosas que no están bien… Si uno logra atravesar todas estas cosas y no perder de vista lo esencial, el amparo al enfermo, sentirá una alegría muy profunda que nadie le podrá quitar”, aseguraron.

Finalmente, les aseguraron que piden por cada uno de estos agentes pastorales: “pedimos por ustedes, les deseamos lo mejor, también que el trabajo de cada uno sea reconocido con un sustento económico digno que refleje el valor de tan importante tarea“.

Y enviándoles la bendición, les confirman: “… cuenten con nosotros. Los admiramos, los queremos, los necesitamos; son importantes, especiales, inspiradores”.

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