Por encima de todo, la verdad

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¿Verdad, justicia o reparación? Es odioso plantear una escogencia entre estas tres prerrogativas de las víctimas. ¿Las tres en proporciones iguales, digamos del 33 por ciento cada una? ¿O mejor una combinación en que una de ellas represente la mitad, la otra el 40 por ciento y la tercera el restante diez?

Imposible. La aritmética fracasa cuando se trata de calibrar sentimientos humanos. Pero viaje, usted, a los campos asolados de Colombia, converse con los sobrevivientes, interrogue a las madres de desaparecidos. Intente introducir el dedo en esa llaga.

La sorpresa es inmensa. Porque de manera casi automática, estos condenados de la tierra optan por la verdad. Quieren saber, ante todo, el porqué. ¿Por qué mataron a mi hijo? ¿Qué odio sin ojos fue capaz de acribillarlo?

Son incapaces de imaginar la entraña del mal, a pesar de tantas violencias sucesivas. Son campesinos apegados por generaciones a animales, árboles, quebradas, huerta, seres y cosas del ecosistema donde no suele habitar la malignidad. De ahí que los labriegos queden perplejos ante la sevicia, el descuartizamiento con motosierra, el minucioso mecanismo aplicado para aniquilar un alma.

De modo que el asesinato, con sus espantosas sangrías conexas, aparece a los ojos de los deudos como una ignominia sobrehumana. Es evidente que no proviene de la naturaleza, siempre pródiga y cuidadosa cuando se ha cuidado de ella.

Es difícil encajar en la mente la idea de que un ser humano disponga drásticamente de la irrepetible vida de otro. Así que el desastre tampoco se comprende fácilmente como producto de la ferocidad del hombre.

Es entonces cuando el crimen, la masacre, el secuestro, perpetrados en personas queridas, adquieren proporción sobrehumana. Sus móviles superan el razonamiento ordinario que hasta el momento las gentes sencillas han aplicado a los asuntos de la cotidianeidad.

El rayo que fulminó al padre, al tío, a la hija, es incomprensible, no halla lugar bajo el orden natural de la vida. Es preciso, pues, conocer la verdad: quién, cómo, dónde, cuándo y, sobre todo, por qué causa, hizo lo que hizo.

El derecho a la verdad se transforma así en una necesidad metafísica. Hay aquí una lucha contra las tinieblas. Para seguir viviendo es preciso formularse explicaciones, consolar la psiquis, aquietar la máquina de suponer.

La justicia y la reparación pertenecen a la esfera social, la verdad, en cambio, es resorte de los fundamentos de la existencia. En este sentido, las víctimas en su clarividencia se plantan como filósofos, como personas que hurgan en el mismo manantial de donde fluyen las causas eternas.

Qué tanta cárcel paguen los criminales, qué penas inferiores marque para ellos la justicia transicional, son pormenores que dependen del criterio de respetables funcionarios judiciales. Cuántos millones o hectáreas deben devolver para resarcir las fechorías, es igualmente transacción mensurable en cálculos históricos.

Por el contrario, el esclarecimiento sobre el final drástico de tantas vidas equivale en gravedad a la dilucidación acerca del origen mismo de la vida. Aquí se juegan problemas trascendentales que desde Homero trasnochan a filósofos, poetas y creadores de mitos.

Habría que proclamar la verdad como la urgencia básica del paso al posconflicto. Así la ven las madres de desaparecidos, los padres del reclutamiento adolescente para la muerte. Ellos, en su sabiduría sin libros, han sentido la espina infectada de seguir viviendo en la ignorancia suma sobre la suerte irrevocable de sus amados vástagos.

Arturo Guerrero

Escritor

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