El desafío de la paz

He leído en estos días dos pequeños libros sobre el tema de la paz: Dios tiene un sueño, del arzobispo anglicano Desmond Tutu, premio Nobel de Paz, y El caballero de la triste armadura, de Mons. Luis Augusto Castro, arzobispo de Tunja y Presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia.

El primero tiene como hilo conductor la idea del amor de Dios. El segundo nos pasea por los elementos integrantes de la paz.

Mons. Desmond Tutu nos deja ver a un Dios bueno, Padre que perdona y nos ama sin exigir nada de nuestra parte. “No hay nada que puedas hacer para que Dios te ame más porque el amor de Dios es total y perfecto. No hay nada que puedas hacer para que Dios te ame menos, absolutamente nada, porque Dios te ama ahora y te amará siempre”.

En cierto modo, no importa lo que hagamos, porque nada de lo que hagamos, aunque sea malo, cambiará el amor de Dios por nosotros.

Esta afirmación se convierte en la premisa mayor de un argumento que podría formularse de esta o parecida forma: Dios nos ama sin exigir nada de nuestra parte. Es así que estamos llamados a amar como Dios nos ama, luego debemos amar a los hermanos sin exigir nada de ellos.

Este podría y debería ser el primer argumento y la primera razón para comprometernos con la causa de la paz y acoger el consejo del apóstol san Pablo: “Hagan todo lo posible por vivir en paz con todos” (Rom 12,18).

Cruzar los dedos

Monseñor Castro, en cambio, enfatiza las causas que han originado la espiral de violencia y barbarie que ha sufrido nuestro país; y en los elementos que nos ayudarán a poner término al conflicto armado y a llegar a ese estado de vida plena llamado paz.

Entre esos elementos están la verdad, la justicia, la reparación de las víctimas, el perdón y la reconciliación.

La frase bíblica “la justicia y la paz se besan” insinúa la idea de que no puede haber paz sin justicia y de que la sola justicia no asegura la paz.

En Colombia la discusión se centra en lograr un acuerdo que asegure la desmovilización y el desarme sobre la base de la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas. El manejo adecuado de estos tres componentes, facilitará el posterior proceso de reconciliación en el cual el perdón tiene una importancia capital.

Un punto débil que aparece en el discurso de politólogos y “doctores de la ley” es el de pretender tomar como modelos los procesos de paz de países donde la violencia y los delitos atroces fueron cometidos por gobernantes y agentes del Estado y no por terroristas anónimos o con nombres cambiados, protegidos por la clandestinidad y la selva.

Establecer la verdad es requisito indispensable para aplicar la justicia. Pero en el caso colombiano aparecen enormes dificultades: ¿quién ejecutó los actos terroristas? ¿Quién sembró las minas antipersonales? ¿Quién ejecutó los secuestros? ¿Quién dinamitó las torres de energía? ¿Quién atentó contra caseríos indefensos?

Y siendo difícil establecer la verdad, va a ser también difícil exigir la reparación. Lloverán, entonces, demandas contra el Estado y cuando el Estado pague lo hará con el dinero de los contribuyentes. Todo se reducirá entonces a mantener un círculo vicioso en el que la sociedad civil lleva la peor parte: paga si perdura el conflicto y paga si se desmovilizan los alzados en armas.

Una comisión de la verdad en Colombia no será nunca igual a la comisión de la verdad en Sudáfrica, en Argentina o en Chile, países donde el victimario fue el Estado y los actores fácilmente identificables.

Por eso, alrededor del conflicto hay mentiras y verdades a medias. Las muertes y los crímenes atroces han sido contundentes, pero sus autores no siempre han sido denunciados. A la cárcel van los autores materiales pero los responsables intelectuales siguen delinquiendo.

Cuando se anuncian avances en los diálogos de La Habana, tenemos que cruzar los dedos y esperar que por fin nos sea dado el don inapreciable de la paz.

Monseñor Fabián Marulanda. Obispo emérito de Florencia

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