La paz: ¿un sueño, una utopía?

Cosas hermosas se han dicho y se han escrito acerca de la paz. En la mente y en el corazón de los hombres anida la esperanza de que algún día podamos ser hermanos, constructores de una nueva humanidad y forjadores de una sociedad construida sobre los pilares de una paz auténtica. Paz auténtica que no se entiende sin verdad, justicia, respeto de los derechos humanos, equidad, bienestar, educación y solidaridad.

La dialéctica de la paz ha sido, es y será siempre la de un sueño y una utopía que en un momento determinado parece posible de alcanzar, pero que luego nos vuelve a la realidad de un mundo en donde el amor, la verdad, la justicia y la fraternidad chocan con hechos contundentes de odio, mentira, injusticia y discriminación.

La utopía de la paz está siempre en el horizonte de las cosas deseables. Pero cuando avanzamos dos pasos hacia ella, ella se aleja otros dos. Y entonces nos preguntamos: ¿para qué sirve la utopía? “¡Para eso!”, responde el pensador; para caminar siempre hacia ella.

En Colombia como en todo el mundo hay hombres y mujeres que sueñan con la paz y trabajan por implantarla. Y, ante la pregunta “¿Por dónde empezar?”, algunos le apuntan a la educación y al empleo, otros al conocimiento y respeto de los derechos humanos; no pocos se preocupan de las víctimas de la violencia, otros le apuestan a la reparación y la justicia. Pero queda en claro que la paz es obra de todos y no una bandera política o el quehacer exclusivo y excluyente de una persona, llámese gobernante o simplemente soñador.

Obra de la justicia

El papa Juan Pablo II soñó y trabajó por esta causa. En su visita a Colombia en el año 1986, dirigiéndose a la clase dirigente del país, le pidió a sus miembros ser artífices de la construcción de una sociedad más justa que llamó “la civilización del amor”. Vale decir: “una sociedad en la que sean tutelados y preservados los derechos fundamentales de las personas, la libertades civiles y los derechos sociales, con plena libertad y responsabilidad, y en la que todos emulen en el noble servicio del país, realizando así su vocación humana y cristiana. Emulación que debe proyectarse en servicio de los más pobres y necesitados, en los campos y en las ciudades”.

También advirtió el Papa, en su homilía del parque Simón Bolívar, que “reducirse a promover solo proyectos limitados y humanos de paz, equivaldría a ir en pos de fracasos y desilusiones”.

Con angustia nos preguntamos si algún día podremos disfrutar de esa paz que santo Tomas llamó “tranquilidad en el orden” y que nuestra Constitución política define como “un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento” (Art. 22).

En el horizonte de la paz, en Colombia, aparecen tímidamente algunos rayos de luz que encienden la esperanza de un bonito amanecer, pero aparecen luego negros nubarrones que presagian tormentas y tempestades.

Un día nos ilusiona la noticia de que se han logrado avances en la lucha contra la pobreza y el desempleo, o que se logró un acuerdo para proceder al desminado de los territorios dominados por las FARC, o que éstas se han comprometido a una tregua unilateral. Pero al día siguiente nos aplastan con la noticia de muertes y atracos, de robos y asesinatos, de soldados muertos y heridos en ataque de la guerrilla, de poblaciones asaltadas, de mujeres y de niños asesinados.

Un día las calles se llenan de manifestantes con banderas blancas pidiendo solidaridad con las víctimas del conflicto, y al día siguiente se repiten los mismos hechos de violencia con nuevas e inocentes víctimas.

Sin embargo, debemos seguir soñando y proclamando que la paz es posible, que la paz es obra de la justicia; que la reconciliación y el perdón nos abrirán el camino hacia un país distinto; que el país se merece la paz aunque sigan la corrupción, la injusticia, la pobreza, la desigualdad.

Monseñor Fabián Marulanda. Obispo emérito de Florencia

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