Las ovejas negras de la Iglesia colombiana

Muchos pastores han hecho un recorrido extenso buscando la paz

A monseñor Julio César Vidal le llegan comunicaciones de Los Rastrojos, de los Urabeños, de los Paisas y de  Las Águilas negras, grupos integrados por cerca de 5 mil delincuentes que, en Córdoba y Antioquia forman un tenebroso ejército de extorsionadores, traficantes de coca y de armas, atracadores y asesinos. Unos  oscuros interlocutores que hacen contraste con el talante bondadoso y de pastor generoso del obispo de Montería.

Hace un año este obispo había anunciado que si no se iniciaba un diálogo urgente con estas bandas no habría manera de frenar el desangre. Hoy el trasfondo de sus comunicaciones con estos grupos es tormentoso: el asesinato de cuatro estudiantes, dos en san Bernardo del Viento y dos en Cereté y el escandaloso crecimiento de las cifras de asesinatos en su departamento. Él sabe que tiene el deber de hacerlo, pero expuesto a ser engañado por los delincuentes, por los políticos o por el gobierno, pero no puede callar para no equivocarse. Monseñor está, pues, entre la espada y la pared.

Pero no se extraña ni lo lamenta. Ha sido la misma situación de la Iglesia colombiana durante todo el largo proceso de búsqueda de la paz.

En 1981, durante el gobierno del presidente Julio César Turbay, la conferencia episcopal alentó las tareas de la Comisión de Paz, presidida por el arzobispo de  Pamplona, monseñor Mario Revollo y por monseñor Rafael Gómez Hoyos, a quienes les habían encargado “explorar los mejores caminos para fortalecer la paz pública y el orden social”. La aséptica fórmula significaba sumergirse en las oscuridades de un conflicto político y social que  comenzaba a contaminarse de prácticas delincuenciales.

Heredó esa guerra el presidente Belisario Betancur quien, al poner en marcha su política de paz, le pidió al obispo de Florencia, monseñor José Luis Serna, hacer parte de una Comisión de Paz. Esta vez la tarea de la Iglesia fue más compleja porque se vió entre la espada de la guerrilla y la del ejército, inconforme con la política oficial. Sin embargo pudo dar un parte de serenidad y apertura para reformas sociales.

A la Iglesia en esos años le tocó en suerte la tarea de alimentar las esperanzas del país en las posibilidades de paz. Cada nuevo ataque guerrillero, cada desbordamiento militar, tenían el efecto de los vientos huracanados sobre una llama frágil. En 1984, como miembros de la Comisión de Reconciliación, monseñor Darío Castrillón y monseñor Rafael Gómez Hoyos promovieron los diálogos con el M 19 y con el Ejército Popular de Liberación,  que dieron por resultado, el comienzo del proceso de paz con el M 19, el 10 de enero de 1989. Allí la Iglesia tuvo el carácter de garante entre partidos políticos, gobierno y guerrilla. El gobierno agradeció a la Iglesia “su inmensa voluntad y compromiso con este esfuerzo de reconciliación”.

Para cumplir ese compromiso los hombres de Iglesia tuvieron que aportar el equilibrio aprendido a lo largo de años de experiencia y de rectificaciones.

El actual obispo de Sincelejo, monseñor Nel Beltrán fue nombrado junto con monseñor Guillermo Vega, de Medellín, mediador en las negociaciones de paz con la Farc. En la reunión con la Coordinadora Guerrillera durante cinco días, para lograr la reanudación de las conversaciones en Talxcala (México), monseñor Beltrán experimentó las dificultades del papel de la Iglesia: “El gobierno nos acepta en ese espacio e inclusive nos busca en momentos decisivos. La guerrilla nos propone como mediadores aún con la conciencia  de que la Iglesia no comparte algunos aspectos ideológicos y la sociedad civil quiere de nosotros un liderazgo para apagar la guerra, no quizás todavía para construir la paz, pero nos busca como institución que no tiene intereses particulares en mantener la guerra o en tomar partido y a la que le interesa, finalmente, el bien común”.

Aún con todas esas expectativas a cuestas, impulsaron comisiones de paz en  Cauca y Sucre, constituyeron la Comisión de Conciliación Nacional y adelantaron acciones pedagógicas como el via crucis que recorrió gran parte del territorio nacional con un mensaje de paz.

Estas tareas tuvieron costos como el que tuvo que pagar el mismo monseñor Beltrán cuando el diario El Tiempo se empeñó en mostrarlo relacionado con el gobierno cubano en una serie de artículos tan contraevidentes que produjeron una sanción simbólica del jefe de redacción.

Pero el más alto costo fue el de los dos obispos y los 37 sacerdotes asesinados. Tanto monseñor Jesús Emilio Jaramillo, asesinado por el ELN,  como monseñor Isaías Duarte, probablemente asesinado por narcotraficantes, fueron parte de ese costo. Tres obispos y ocho sacerdotes fueron secuestrados y 7 obispos, 3 religiosos y 6 sacerdotes fueron amenazados por secuestradores. Sin embargo, este fue un costo diferente del que la Iglesia colombiana pagó el 9 de abril de 1948 cuando la ira popular se volvió contra todo lo que representara la religión en Colombia.

Fue una repentina indignación contra la Iglesia,  que provocó la destrucción de la nunciatura, del palacio arzobispal y el saqueo de la catedral. Muchedumbres ebrias de alcohol y de rabia entraron a las iglesias, rompieron las imágenes, quemaron ornamentos y misales, robaron lo que creyeron de valor y llenaron los lugares sagrados de excrementos, orines, vómitos y basura. En otros lugares del país la rabia contra la Iglesia cundió como un contagio: grupos vociferantes armados con machetes y bidones de gasolina cercaron seminarios, conventos, iglesias y casas parroquiales. En el Tolima fueron asesinados en acciones de linchamiento los sacerdotes Pedro María Ramírez y Simón Zorroza.

¿Había explotado ese día una carga de resentimientos acumulados a lo largo de los últimos decenios? La Iglesia había llegado a confundirse con la imagen de una institución enemiga para esa población que creyó, sin dudarlo, que los disparos de los francotiradores agazapados en los campanarios, eran de sacerdotes dedicados a matar manifestantes gaitanistas. Durante años habían escuchado en los púlpitos encendidas condenas del liberalismo y de los liberales; después la condena se dirigió contra los masones; cambió el objetivo de las satanizaciones cuando denunciaron a los comunistas. Todos los que se sintieron condenados por la Iglesia, en esa jornada del nueve de abril respondieron con ira. Fue el costo pagado por sus voces de condena.

Este fue el tema, entre otros, de la Conferencia Episcopal que se reunió el 6 de mayo de 1948. No se limitaron al repudio de los crímenes; además concentraron su reflexión en las causas de lo sucedido. Era necesario, concluyeron los obispos, construir un orden social cristiano, de justicia, de caridad, de acercamiento benévolo entre las clases sociales. Les recordaron a los empresarios  el deber de proveer el mejoramiento de sus trabajadores y a estos les recordaron sus derechos y el deber de “enaltecer su vida con la dignidad del trabajo”.

Desde ese momento fue perceptible en el discurso episcopal un nuevo estilo y aparecieron otros temas y enfoques en los escritos de los obispos. La dignidad humana y los derechos de las personas, la crítica del orden social y político, la propuesta de una reforma agraria, la exaltación del campesino, fueron temas que mostraron la preocupación permanente del episcopado por erradicar las causas objetivas de la violencia.

La primera investigación académica sobre la violencia, de los sociólogos Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña y Germán Guzmán, destacó “la labor silenciosa y desconocida de los párrocos que en las ciudades acogen a los exilados y de los párrocos rurales que se sacrifican para sostener obras con fe inquebrantable en la Providencia”. Desde los clérigos que estimulaban la toma de las armas a comienzos del siglo XX, para defender a la Iglesia del liberalismo, a monseñor Vidal que pide un espacio para que las bandas de delincuentes puedan entregar sus armas, la Iglesia colombiana ha hecho un recorrido extenso y en profundidad, aunque todavía sigue pagando  la cuota de sus muertos y amenazados.

Cuando los feligreses de las diócesis de Soacha y Fontibón asistieron al funeral de los sacerdotes Rafael Reatiga y Richard Armando Piffano, asesinados en Bogotá, no tenían del todo claro por qué los habían matado.

Los medios de comunicación se habían abalanzado sobre esos dos muertos en busca de una historia jugosa y se habían sentido decepcionados con la hipótesis del robo; sin embargo, fue la más sólida. Alguno destacó, a pesar de todo,  tomándola de las rutinas investigativas de los forenses, la hipótesis del crimen pasional, aunque ningún indicio apuntaba en esa dirección; por eso el titular de escándalo no tuvo respaldo; tampoco se pudo decir que guerrilleros o paramilitares hubieran sido los autores del crímen, pues se trataba de sacerdotes dedicados a su actividad pastoral urbana, con énfasis en los pobres y necesitados. Entonces, ¿por qué los mataron?

Fue otra forma de pagar la cuota de la Iglesia por su acción pastoral, aunque sin el halo heróico que resplandece en las víctimas de la guerrilla, de los narcos o de los paramilitares. Los dos sacerdotes murieron como todas las víctimas de la violencia urbana. Puesto que se habían identificado con su gente, murieron como muere su gente, no los amparó ningún status de privilegio, ninguna burbuja legal los protegió porque a su gente, en esos barrios de Soacha o de Fontibón no los protege ninguna burbuja especial.

Es el otro progreso pastoral de la Iglesia: la identificación cada vez mayor de los sacerdotes con su feligresía, un ideal pastoral calcado del evangelio, cuando Dios abrió su tienda entre hombres y mujeres de toda clase, de los buenos y de los malos, ovejas mansas y ovejas ariscas, y asumió la suerte de todos, con todos sus riesgos, incluso el de morir entre dos ladrones y convertido en el espectáculo que entretuvo al populacho en aquella tarde gris de viernes. VNC

La realidad que interpela

Como Pastores conscientes de nuestra responsabilidad, tratamos de aproximarnos a la realidad política, económica, cultural y por supuesto, a la realidad religiosa y pastoral del país.

Vemos el país con preocupación y también con esperanza. Con preocupación porque son muchas las sombras que oscurecen el horizonte de nuestra patria.

Somos conscientes de que vivimos un cambio de época; el mundo entero está experimentando transformaciones profundas de orden político, económico, cultural y religioso, que nos afectan directa e indirectamente. Muchos de estos cambios inciden en nuestras costumbres y tradiciones y hasta en el modo de relacionarnos con Dios, con los demás y con la naturaleza.

Conferencia Episcopal Colombiana, LXXXVI Asamblea Plenaria.

En el nº 21 de Vida Nueva Colombia.

Texto : VNC

Fotos: Municipio santa cruz de Loríca, archivo de Bogotá, VNC

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