Rouault, el expresionista de Dios

Bilbao y Zaragoza redescubren la obra entre lo sagrado y lo profano del “peregrino del arte”

(Juan Carlos Rodríguez) El éxito de las exposiciones de Georges RouaultLo sagrado y lo profano, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, y 1871-1958, en la sala IberCaja Patio de la Infanta en Zaragoza– demuestran que el arte sagrado contemporáneo también tiene público y poder de convocatoria. Rouault (París, 1871-1958) creó con su expresionismo espiritual una de las obras pictóricas más originales y profundas del siglo XX. Bilbao, en cierto modo, lo ha rescatado con 156 obras, entre óleos, grabados, e, incluso, una de sus famosas vidrieras, como lo que verdaderamente es: uno de los artistas más relevantes del siglo XX.

Un pintor complejo y proverbial, que el Museo de Bellas Artes ha expuesto, de la mano de Angela Lampe, conservadora del Centre Georges Pompidou (París) –en donde está depositado gran parte del legado de Rouault–, con un resultado sorprendente, aunque los crucificados de Rouault, enigmáticos y poderosos, permanecen, sin duda, en las páginas del arte sacro de la modernidad. Son suficientemente conocidos, como iconos poderosos del siglo XX. Sin embargo, esa estela en la que lo sagrado se prolonga en lo profano –y viceversa– hacen a Rouault un pintor vibrante, único. Fue, de hecho, el primer expresionista, contagiado también por el pulso fauvista de Matisse.

Y así lo proclama en Zaragoza otra muestra, más breve –39 obras repartidas entre 20 pinturas (acuarela, temple, óleo, tinta y gouache), 12 grabados de la serie Miserere y 7 grabados de la de Réincarnatios du Père Ubu–, pero que reivindica con la misma fortaleza a un pintor austero y religioso; pero, sobre todo, un “lobo solitario” del arte moderno, según Martine Soria, comisaria de la muestra zaragozana.

“En su trabajo de casi setenta años, logró la fusión perfecta de la realidad más inmediata y la espiritualidad más elevada. Pintor independiente, único por la eficacia de su claroscuro y la fuerza de su síntesis, fue también un hombre comprometido con el mundo que le rodeaba. Su cuantiosa obra, presente en los museos más importantes del mundo, desconcierta, pues es inclasificable y no pertenece a una escuela”, señala.

La síntesis de lo sagrado y lo profano no sólo describe la obra de Rouault de modo preciso, sino que también, en cierto modo, lo ha condenado. Quizás su fe hizo que la historiografía apartara indiscriminadamente a Rouault de la fama de sus congéneres expresionistas: Munch, Brücke, Klee, Kandinsky e, incluso, Modigliani o Chagall, a la que poco le tiene que envidiar. En el 1901, el pintor se retiró a la Abadía de San Martín de Ligugé y la mística adquirió mayor peso aún en su vida. La vida, la muerte y la pasión de Cristo se repiten incansablemente en su obra a partir de este momento, en el que también nacen los paisajes bíblicos imaginarios.

Al principio, sombríos y dramáticos; luminosos después. A la vez, su prodigiosa obra iconográfica en busca siempre de la belleza y la perfección, que incluso le llevó a crear hermosas vidrieras como la que iluminan la Iglesia de Assy (Francia), vira, después de conocer a León Bloy, hacia una obsesión por retratar a “humillados” y “ofendidos” como seres grotescos y trágicos, ya que en ellos ve irradiar la luz inaprensible de Dios: básicamente, prostitutas, soldados, exiliados, vagabundos y, de modo esplendoroso, los payasos. Les da voz, los retrata, los expone como rostros que piden justicia divina y, paralelamente, como símbolos de denuncia social, implacable, “de la hipócrita existencia burguesa”.

“Ambos aspectos, forma artística y contenido moral, interesaron enormemente a Rouault hasta el punto de que los motivos circenses constituyen un tercio de su producción, es decir, un total de unas setecientas obras –describe Angela Lampe–. Los payasos, acróbatas, malabaristas, bailarinas y los personajes clásicos de la commedia dell’arte le permiten experimentar con la forma y el color, al tiempo que reflexionar sobre la soledad o la miseria humanas.

En el origen de esta inquietud se sitúan, entre otras causas, su retorno a la religión y la conmoción que le produjo la muerte, en 1898, del conocido pintor simbolista francés Gustave Moreau, de quien fue amigo y discípulo, junto a Matisse y Marquet”. Hay quien ha visto en estos personajes circenses la presencia de Cristo o, como escribió Hans Urs von Balthasar, “el reverbero de gracia” de Dios.

Divinos payasos

Dios está en los payasos –sólo un payaso triste refleja el dolor y la muerte del siglo XX–, pero sobre todo está en las estampas evangélicas, en esos grabados sublimes, esos aguafuertes del Miserere, en donde se extrema la denuncia contra la sociedad burguesa e, inspirándose en Goya, los horrores de la guerra, de la Gran Guerra que carcome la Europa civilizada y que se prolonga en la II Guerra Mundial. “El interés de Rouault –afirmó Von Balthasar– se centra en la evocación de este reverbero con medios nunca vistos en el arte de la pintura: el color, al servicio del ojo de la fe, adquiere una fuerza luminosa; más aún, una transparencia y fosforescencia que brilla incluso en los paisajes de la vejez y los transfigura en una tierra santa pobre y desolada”.

No hay que olvidar que, desde el punto de vista técnico, Rouault no sólo fue pintor. Fue también grabador, con una producción igual de importante. Durante casi una década, entre 1917 y 1926, dedicó la mayor parte de su producción al grabado. Las planchas de las series Miserere y Ubu dan fe de una maestría incomparable. Miserere es, probablemente, una de las obras más conocidas y más importantes de Rouault, ya que trabajó en ella durante décadas y, por ello, vertebra buena parte de su producción.

Son 58 estampas, realizadas entre 1922 y 1948, cuyo origen se remonta a la muerte del padre del pintor, en 1912. Ilustran el sufrimiento a través de una especie de vía crucis humano dividido en dos partes: la primera, hasta la estampa número 33, muestra el miserere propiamente dicho; en la segunda, desde la 34 hasta la 58, aparece la tragedia de la guerra.

“En la serie de Rouault, la presencia de Cristo en el inicio y en el final de cada ciclo confiere al conjunto un mensaje de esperanza. En medio del sufrimiento encarnado en una serie de personajes humildes y solitarios (exiliados, vagabundos, soldados, prostitutas…), Rouault introduce la presencia de lo sagrado a través de escenas de la vida de Cristo, representaciones de la Santa Faz”, describe Lampe.

Miserere se ve en Bilbao al completo y, parcialmente, en Zaragoza, en donde la muestra permanecerá abierta hasta el 20 de abril. En Bilbao, además, la colaboración con el Centre Georges Pompidou de París ha permitido descubrir una serie de obras inacabadas –72 ni más ni menos– que no sólo permiten examinar al detalle el proceso creativo de Rouault, sino que revelan “a un artista permanentemente insatisfecho, que una y otra vez vuelve sobre los mismos motivos: Cristo en la Cruz, la serie de ilustraciones para la obra literaria Le Cirque de l’Etoile filante, bailarinas, figuras y desnudos, y numerosos paisajes”.

Rouault trabajaba en series, experimentando incesantemente con formas y armonías de color que ponen de manifiesto el afán creativo y experimental del artista por encima de la exigencia de ceñirse al tema. Esa esperanza con la que acaba el Miserere, también habita en sus obras tardías –vidrieras, óleos–, cálidas y luminosas. Materia y colorido llenan sus creaciones finales, de un optimismo visible, sobre todo, en sus “paisajes bíblicos”, y de una apasionada espiritualidad que le hizo ser conocido como el “peregrino del arte”.

En el nº 2.741 de Vida Nueva

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