Patxi Silanes, un párroco en el Camino de Santiago

Cuenta la tradición judía que el mar es un lugar inhóspito, un lugar donde se hace imposible la vida, un lugar de oscuridad y tinieblas, el señorío del mal y de la muerte. Y en un gran mar se ha convertido el Camino de Santiago para los peregrinos del siglo XXI, acosados por negocios y más negocios que buscan en ellos tan sólo sus euros, que los han convertido en auténticos “billetes con patas”.

Además, a la vorágine de los negocios alrededor de las rutas hacia Compostela, hay que añadir la categoría de Itinerario Cultural Europeo que el Consejo de Europa otorgó a la ruta jacobea en 1987, y que hace que entre los peregrinos haya también un nutrido grupo de turistas.  No faltan quienes pretenden aprovecharse de la naturaleza y el deporte a un precio razonable y, a veces, un intento discreto de perder peso.

Y en medio de ese mar también hay peregrinos, solo faltaba. Y me queda un poco la sensación de que la Iglesia de comienzos del milenio tendrá que plantearse su papel en esta historia. Puede hacer mucho más, debe hacerlo. Y me explico. Hace catorce años, como Noé mucho antes, alguien empezó a construir “el arca de Grañón”, un pequeño y acogedor albergue parroquial en el último pueblo del Camino de Santiago en La Rioja, en donde soy párroco, y que invita a peregrinos y visitantes a la conversación y al descanso, al encuentro y al asombro, a la discusión y a la fraternidad, al juego y a la fiesta, al olvido y a la amistad.

En este arca desaparecen todas las diferencias. Llegan vientos de Europa, Asia y América. Y hasta de Oceanía y de Suráfrica. Y mil voces, mil lenguas, componen un idioma que todos entendemos: una mano tendida a los otros; un abrazo escondido; un gesto de cariño hacia el más débil; sana complicidad de un corazón abierto hacia un amigo; felicidad colmada de quienes han sabido salir desde sí mismos al encuentro de otros. Y han encontrado a Dios, fuente de vida.

Si supieran los curas, mis hermanos, cómo se llena su corazón de padres, abrirían albergues. Hay que abrir más albergues parroquiales que sean pequeños salvavidas que, en medio de las fuertes tempestades del mundo y de la vida, sigan siendo para los peregrinos refugio en el camino, luz en la oscuridad, fe y presencia en las dudas. Hay que abrirlos en favor del Camino de Santiago y de la Iglesia, que ha de hacerse presente a cada paso. Hay que abrirlos porque ya no es fácil encontrar la puerta de una iglesia abierta.

Y llegan a Santiago y hay que ayudarles. Han vivido unos días en su burbuja, sin preocuparse por los afanes del trabajo y la vida, sin reloj ni noticias. Y volver de Santiago es como un parto. Conectarse de nuevo al mundo que dejaron. Para los que vivieron en el Obradoiro su pequeño Tabor, viven con ojos nuevos lo de antaño y, aunque todo es igual, todo se simplifica, se vive desde la perspectiva del Camino. Porque marchar hacia la tumba de un apóstol es caminar al encuentro con Cristo.

Más información en el nº 2.719 de Vida Nueva. Si es usted suscriptor, lea el testimonio completo aquí.

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