Tribuna

Para levantar al mundo y a mi especie

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“Estaremos a la escucha peregrino / en el cruce entre estrellas y terrones / donde los escurridizos crujidos / y parpadea en otra parte”. Así, en ‘Las jóvenes palabras’, Mariangela Gualtieri nos invita a salir de la antigua historia de los dolores. La quinta colección publicada por Einaudi (2015) es un libro que osa la alegría del mundo.

Si la lengua de la poesía, como escribe Agamben, en el siglo XX se desarrolla en el campo de fuerzas entre el himno, cuyo contenido es la celebración, y la elegía, cuyo contenido es el lamento, esta es la poesía que osa la “maravilla del estar bien”, un canto que contiene “la antigua vibración musical / quizá la primera, cuando del oscuro inmóvil / por desbordante felicidad / un ingreso desencadenó la creación”.

Lo que parece inactual de la poesía de Mariangela es aquí, como en las antologías anteriores, un ‘alleluiare’ que en occidente hemos perdido. Término que lleva a una alta firma teológica. “Sagrada escritura”, ella llama a la poesía. Y es con el sagrado que la poeta hace puente, “para levantar al mundo y a mi especie”, como escribe. Es la gran tarea que dijo Simone Weil, ese “no ser otra cosa que puentes”, mediadores entre el hombre y el dios, entre el hombre y el otro hombre, entre el hombre y las reglas secretas de la naturaleza. Poesía que captura la alta ley que opera en la estrella así como en el ala de un insecto – pero “con belleza”.

Oponerse al mal

Aquí está la clave de ese estilo sencillo citado en la tapa de la portada; que se entiende radicalmente, como esa unidad que constituye nuestra vocación y nuestro bien supremo. Para Mariangela, la “concordancia de estar con todo el resto”. En una franciscana ‘simplicitas’ que al canto de celebración del mundo une el cuidado por el mundo, y todas sus criaturas. Aquí la atención, por citar a Cristina Campo, alcanza quizá “su forma más pura, su nombre más exacto: es la responsabilidad, la capacidad de responder para algo o alguien, que nutre en igual media la poesía, el acuerdo entre los seres, la oposición al mal”. Oponerse al mal. Nombrar al bien. Eso que, continúa Weil, solo es “sagrado” para el hombre.

Pero no basta. La poesía de Mariangela, fundadora con Cesare Ronconi del Teatro Valdoca, “quiere aliento, saliva, cuerpo y voz. Quiere salir del polvo de la página escrita, (…) salivar en una boca que lleva bien impresa la tierra en la que ha nacido, el pan que ha comido, el vino que ha bebido”, quiere “convertirse en música”. Singularidad de una poeta que nace leyendo Rilke en voz alta, durante los ensayos, en el teatro. Es Ronconi quien la pide que lea las ‘Elegie Duinesi’ en el micrófono, siempre más despacio, mientras los actores se calientan. Hasta la desaparición del sí que dice, a la aparición del sí que recuerda.

Después está la escuela de poesía realizada por Valdoca en Cesena, el encuentro con algunas de las figuras más importantes de nuestro contemporáneo, y un pasaje de existencia impermeable, atravesado por el desierto del cual Mariangela sale con el don de sus versos, casi dictados por otra fuerza. Sale con ‘Antenata’ (Crocetti, 1992), que da voz y habla vertical al Teatro Valdoca, en un ritual de entrega que se mantiene en el tiempo, la composición de versos sobre un cuerpo, una voz, poesía, encarnada más que dicha, aliento (pnèuma, ruach) capturado.

Hay una relación precisa entre el teatro “antinarrativo y a-proyectual” de Teatro Valdoca y la palabra poética de Gualtieri. El teatro, ha escrito Mariangela, “es un rito bellísimo para la poesía: hay una pequeña comunidad que escucha y hay una presencia viva que emite sonidos y palabras. Finalmente allí los versos no te llegan de la página escrita, pero allí se oye, junto a los otros, y esto hace la diferencia”.

Ritos sonoros

Es cuanto nutre, hoy, sus esenciales, muy frecuentes “ritos sonoros”, como el más reciente, ‘Bello mondo’. Poesía dicha en voz alta, dicha de memoria o mejor re-cordada (par coeur / by hearth) para “entrar en la música de mis versos y tener las palabras en su estado de nacimiento”.

El aprendizaje a este decir libre la palabras de la jaula mental. Las hace fragantes como si vinieran compuestas aquí y ahora y como si atravesaran aquí y ahora quién las dice y quién las escucha. Hacen posible un canto de celebración, de gracias a través de una doble dimensión, la del yo que escribe y de la voz que dice, no ‘reading’, no lectura sino, precisamente, rito sonoro. Rito porque “reactiva ese símbolo que es la palabra”, como ha escrito Gualtieri, sonoro porque está a través del oral/auditivo que se pueden hacer entrar en resonancia las profundidades de cada uno.

Fundamentalmente, la amplificación que le consiente un particular “estado de la respiración, de la escucha y de la mente, para poder entrar en la melodía de los versos, para encontrar la rítmica, para entrar mejor en las inmensas arquitecturas sonoras que el micrófono, como las antiguas catedrales, contiene”.

Del rito, toda lectura de Mariangela tiene el cuidado exacto de la liturgia, ese “esplendor gratuito, residuo delicado, más necesario que útil” del que escribe Campo. Regulada por “armoniosas formas y ritmos”. La experiencia del espectador es la de un rito de sanación de su “dura incrustación”.

Una catarsis en el sentido más profundo, que Mariangela ha sondeado contado el trabajo hacia la trilogía de Valdoca ‘Paesaggio con fratello rotto’: “Todo, en esos ensayos me llevaba hacia un llanto. Después he encontrado ese mismo llanto en los rostros de muchos espectadores. No era el llanto intimista de la auto-identificación, sino ese de la ‘pietas’. Un lavado que me limpiaba de las muchas palabras e imágenes sangrientas que el mundo me gritaba casi en cada momento”. Como para la comunidad temporal recogida en la escucha, una posible transfiguración del “dolor en piedad y de la piedad en energía reparadora”.